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Vol. 108. Núm. 6.
Páginas 502-505 (julio - agosto 2017)
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Psoriasis y comorbilidad psiquiátrica: la próxima frontera
Psoriasis and Psychiatric Disorders: The Next Frontier
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J.M. Carrascosa
Autor para correspondencia
jmcarrascosac@hotmail.com

Autor para correspondencia.
, F. Ballesca
Servicio de Dermatología, Hospital Universitari Germans Trias i Pujol, Universitat Autònoma de Barcelona, Badalona, Barcelona, España
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En mayo de 2015 los promotores de Brodalumab, un fármaco biológico dirigido frente a la subunidad alfa del receptor celular de IL-17, decidieron suspender de forma inesperada el desarrollo clínico del fármaco, y todo ello a pesar de los prometedores resultados clínicos que apuntaban los datos preliminares1. Las razones aducidas en este momento se fundamentaron en gran medida en la detección de algunos casos de ideación suicida —ocasionalmente concluida con éxito— que, en opinión de los promotores, requerirían como consecuencia aclaraciones a las agencias reguladoras y conllevarían restricciones en la ficha técnica, con un potencial impacto negativo en las perspectivas de comercialización en un contexto muy competitivo.

Este hecho despertó la alarma en el ámbito dermatológico y sirvió de punto de reflexión de cómo la modulación sobre las vías inflamatorias aparentemente específicas de la placa psoriásica, relacionadas con la interferencia de la IL-17, podrían tener un efecto inesperado en ámbitos, a priori alejados, como la esfera psiquiátrica.

Sin embargo, a pesar de que la controversia se antoja novedosa, la simple búsqueda bibliográfica retrospectiva pone de manifiesto cómo Gupta et al., allá por 1993, encontraron cómo cerca del 10% de los pacientes con psoriasis referían ideación suicida —definido como «deseo de estar muerto»— y la mitad de aquellos identificaron una ideación autolítica —ideación suicida activa—2. En su conclusión, los autores defendieron cómo la depresión profunda y la ideación suicida, por entonces consideradas exclusivas de enfermedades de mal pronóstico vital podrían ser, sin aventurarse en justificaciones patogénicas, también un rasgo de algunos pacientes con psoriasis.

Llama la atención, sin embargo, la escasa proyección que la comorbilidad psiquiátrica tiene aparentemente en la psoriasis con respecto a otras en esta enfermedad, aun cuando la magnitud de la asociación podría ser superior, por ejemplo, a la descrita con respecto a la comorbilidad cardiovascular3.

De todos modos, hablar de comorbilidad psiquiátrica es complejo, en tanto en cuanto son múltiples los elementos que pueden integrarse bajo esta consideración. De este modo, la relación con las grandes dianas como la depresión, la ansiedad o la ideación suicida parecen claras en formas graves de la enfermedad, pero no tanto en la psoriasis leve y moderada. Sin embargo, incluso en estas últimas, son detectables con frecuencia alteraciones tales como mayor «orientación negativa» de los problemas e impulsividad, actitudes de evitación o menor satisfacción vital4.

Sin embargo, y a fin de concentrar esfuerzos y evidencia, se describirá en este artículo algunos datos para la reflexión solo sobre dianas prioritarias e identificables por los dermatólogos clínicos: ansiedad, depresión e ideación suicida.

La relación entre psoriasis y la comorbilidad de ámbito psiquiátrico son, como se comentaba, conocidas hace tiempo. En metaanálisis y estudios transversales poblacionales se han encontrado prevalencias de depresión que alcanza el 50% de los pacientes con psoriasis en algunos trabajos. En un estudio que incluyó datos de cerca de 150.000 pacientes y más de 750.000 controles, se encontró un riesgo incrementado para la depresión, la ansiedad y el riesgo de suicidio del 39%, 31% y 44% con respecto a la población general, más acentuado en la psoriasis grave (de hasta el 76%) y en individuos más jóvenes5. También el número e intensidad de trastornos del ámbito psicológico-psiquiátrico es mayor en el caso de afectación de determinadas localizaciones como la psoriasis palmoplantar o las formas asociadas a artropatía. Resulta interesante comprobar, asimismo, cómo el impacto de la psoriasis en la calidad de vida es también significativo en pacientes del ámbito pediátrico, teniendo en cuenta el deterioro que ello puede significar en un momento especialmente relevante en la definición de la relación del individuo con su entorno social y afectivo. O cómo transgrede el ámbito personal y se extiende de forma e intensidad inquietante hacia los familiares de los pacientes con psoriasis, una diana a menudo descuidada en la valoración global de la enfermedad6.

Más allá de las indudables evidencias epidemiológicas acerca de la relación entre la psoriasis y la comorbilidad psiquiátrica, la curiosidad del clínico puede estar en conocer si existen datos que permitan discernir, en esta relación estadística evidente, en qué medida la psoriasis es causa de la comorbilidad psiquiátrica o, si por el contrario, es la comorbilidad psiquiátrica la que acaba condicionando el curso de la enfermedad cutánea. Advirtiendo al lector que difícilmente se ofrecerán datos definitivos en esta disyuntiva, sí que podemos afirmar que la discusión de los datos disponibles en uno y otro sentido abren más que interesantes perspectivas en los conocimientos patogénicos de ambas enfermedades.

Una primera explicación plausible acerca de la relación entre psoriasis y psiquiatría sería la de que existiesen nexos genéticos que pudieran predisponer tanto a las manifestaciones cutáneas como a las psicológico-psiquiátricas. En este punto, cabe decir que existen en efecto trabajos que demuestran alteraciones compartidas en locis y en snips en la región del HLA asociadas a la psoriasis, a la depresión o a la esquizofrenia7. Sin embargo, teniendo en cuenta la heterogeneidad en las descripciones y el carácter poligénico de la psoriasis, estas relaciones probablemente pueden ser capaces de explicar una relación de causalidad solo en algunos pacientes.

Una segunda justificación razonable descansaría en el impacto físico y psicológico de circunstancias inherentes y derivadas de la enfermedad: el dolor y prurito, la presencia de lesiones faciales/genitales, la estigmatización, los trastornos del sueño, el impacto en la autoestima, las consecuencias del bajo nivel económico y sociocultural a menudo relacionado con las formas extensas de la enfermedad. Este tipo de reacciones hacen referencia a los reconocidos actualmente como trastornos de adaptación (F43.2 de la CIE-10 y 308.3 de la DSM-V), que consisten en síntomas depresivos secundarios a un factor estresante, en este caso la psoriasis y sus consecuencias en la vida de estos pacientes. Es indudable que, en función de la propia idiosincrasia del individuo, los efectos en el ámbito psicológico y psiquiátrico pueden ser devastadores.

Una tercera opción, más aventurada, pero también sin duda enormemente atractiva para los clínicos, nace de la reflexión de si el estado inflamatorio propio de la piel y del propio paciente psoriásico puede empeorar o desencadenar alteraciones psiquiátricas a través de vías comunes y sinérgicas entre ambos procesos, independientes de los cuadros reactivos (adaptativos) secundarios a la propia psoriasis y sus secuelas (físicas, de aislamiento, de autoestima...).

En este punto resulta de gran interés y actualidad resaltar cómo en un porcentaje de pacientes con cuadros depresivos mayores es posible detectar en el suero la elevación de citocinas proinflamatorias (TNF-alfa, IL-6, prostaglandina E2, proteína C reactiva, IL-1β, IL-2), cuya presencia en estos pacientes ha sido demostrada en estudios de firme evidencia como metaanálisis8. Una primera cuestión que puede asaltar al dermatólogo interesado es la de cuál puede ser la explicación filogenética de la naturaleza inflamatoria de la depresión y la ansiedad y su persistencia en la naturaleza humana. Se ha propuesto que, en épocas pretéritas, en un ambiente en el que la causa principal de muerte era la interacción con agentes infecciosos ambientales y disputas violentas con otros animales o con los propios congéneres, un estado de activación inmunológico persistente y de evitación propios de la ansiedad y la depresión permitiría un estado de alerta frente a potenciales agresiones inesperadas, al tiempo que minimizaría riesgos y favorecería la reserva energética (sickness behaviour), claras ventajas evolutivas en un ambiente hostil. Por el contrario, en un escenario en el que los riesgos han cambiado, la inflamación persistente es un claro inconveniente y pasa a ser un terreno abonado para comorbilidades y enfermedades autoinmunes o autoinflamatorias9.

Más allá de la indemostrable veracidad de estas propuestas, y en el terreno de la patogénesis, podemos preguntarnos cuáles son las vías clave y mecanismos que conducen y explican un estado inflamatorio en la depresión. Por un lado, el sistema nervioso simpático, en el contexto de estrés, ansiedad o depresión, favorece la liberación de aminas como la noradrenalina que inducirán, a través de la médula ósea, la síntesis de células mieloides —por ejemplo monocitos— hacia el torrente periférico. Estas células van a interaccionar con sustancias también inducidas por el estrés, algunas procedentes de las bacterias —por ejemplo del microbioma intestinal— como lipopolisacáridos o flagelina, pero en particular las llamadas stress-induced damage-associated molecular patterns. Unas y otras van a ser capaces de activar de forma intracelular vías inflamatorias como el nuclear factor-κB (NF-κB) y estructuras como el NOD-, LRR- y el inflamasoma pyrin domain-containing protein 3 que, a través de la vía de las caspasas, conducirá a la producción de interleucina-1β (IL-1β), IL-18, TNF y IL-6. Un aspecto muy interesante es que esta activación inflamatoria ejerce un efecto inhibidor sobre los receptores endógenos de corticoides. Esta resistencia a los efectos reguladores de los niveles de cortisol endógeno permite la activación del eje hipotálamo-pituitaria-adrenal, que mantiene abiertas las vías proinflamatorias y potencia y amplía el proceso inflamatorio. Estas citocinas generadas en el territorio periférico no solo actuarán aquí, sino que trasladarán sus efectos al sistema nervioso central a través de las vías humorales o neurales.

Sin embargo, el sistema nervioso central tiene sus propios mecanismos para generar y mantener la inflamación. A través de ellos, el estrés psicosocial puede favorecer la activación de la microglía hacia un fenotipo proinflamatorio, capaz de liberar CC-chemokine ligand 2 con efectos quimiotácticos para las células mieloides generadas en periferia. La acción central de las citocinas proinflamatorias, sean generadas de forma periférica o en el propio SNC, conducirán a la disminución en la disponibilidad de monoaminas —serotonina, dopamina y noradrenalina— a través de varios mecanismos, como por ejemplo la activación de la enzima indoleamine 2,3-dioxygenase, que disminuye los niveles de triptófano, el precursor de serotonina, hacia kinurenina, elemento clave en la patogénesis de la anhedonia.

Los efectos de estas mismas interleucinas sobre el astrocito favorecen un exceso de glutatión que deteriora los niveles del llamado brain-derived neurotrophic factor. De forma interesante, como ocurre también en el microambiente cutáneo, una vez iniciado, el proceso inflamatorio presenta vías y posibilidades de mantenimiento, condicionadas por la interacción entre los elementos que son receptores y productores de las citocinas implicadas, como el astrocito, la microglía o los oligodendrocitos10.

Quizás uno de los puntos más relevantes y distintivos a la hora de entender la implicación del impacto de las vías inflamatorias en el funcionamiento del sistema nervioso viene dado por el hecho de que algunas de las moléculas implicadas en aquellas —como por ejemplo el brain-derived neurotrophic factor— participan de aspectos fundamentales en la integridad neuronal, incluida la neurogénesis, de forma que su deterioro puede dejar cicatrices indelebles en el proceso de aprendizaje y la memoria, cuyas secuelas en el desarrollo cognitivo del individuo pueden ser también definitivas.

Visto el impacto de los circuitos inflamatorios en el normal funcionamiento del sistema nervioso central parece razonable que la presencia de niveles elevados de citocinas proinflamatorias por otras causas, como ocurre en la psoriasis o en la artropatía psoriásica, coincidentes en cuanto a los elementos clave y a los mecanismos de acción, puedan potenciar y agravar sus consecuencias y pronóstico. De igual modo, y en justa correspondencia, también el estado inflamatorio propio de la depresión puede agravar la psoriasis, ya que la activación persistente del axis HPA favorece el estado proinflamatorio propio de la enfermedad y el agravamiento de las lesiones cutáneas.

Como se comentaba anteriormente, quizás uno de los rasgos distintivos en comorbilidad psiquiátrica es la escasa capacidad de regeneración de algunos de los elementos neurológicos clave, que podría acarrear un efecto potencialmente irreversible de algunas alteraciones estructurales o funcionales. Este deterioro puede verse agravado por la coexistencia de otras comorbilidades también proinflamatorias que contribuirán, a través de la inflamación, al deterioro del endotelio o al estrés oxidativo, y que pueden dar forma y explicar al menos en parte el deterioro cognitivo detectado en los pacientes con psoriasis grave, conocido como déficit cognitivo leve. Aunque su discusión excede los límites de este artículo, es claro que representa una de las secuelas psicosociales más relevantes en los pacientes con psoriasis y que haría justificable, en el caso de probarse su relevancia, una acción terapéutica precoz e intensa en las formas más graves11.

Revisados de forma breve los mecanismos que podrían justificar el estado inflamatorio subyacente y el diálogo molecular entre psoriasis y comorbilidad psiquiátrica, cabría pensar en qué medida estas aportaciones presentan implicaciones terapéuticas directas o indirectas. En diversos trabajos se ha puesto de manifiesto, cuando se ha evaluado de forma específica, cómo el tratamiento biológico con etanercept, adalimumab o ustekinumab mejoraba no solo la clínica cutánea de la psoriasis, sino también las alteraciones relacionadas con la ansiedad o la depresión subyacentes12. Aunque en su conjunto no es posible discernir si esta mejoría tenía que ver con el impacto subjetivo de la evolución de las lesiones cutáneas o con la inhibición de los circuitos inflamatorios, la ausencia de relación clara entre ambas variables en algunos casos ha permitido mostrar la segunda opción en ciertos trabajos. Además de estos estudios específicos en psoriasis, la evidencia del impacto positivo del tratamiento biológico en la comorbilidad psiquiátrica es evidente también en otros procesos inflamatorios en los que se emplean estos fármacos, que en algún caso fue mayor en aquellos pacientes con mayor presencia de reactantes de fase aguda. De nuevo, la mejoría concomitante —aunque no siempre paralela o proporcional a la mejoría a la clínica psiquiátrica— de los signos y síntomas de la enfermedad inflamatoria de base representa un importante sesgo a la hora de conocer el peso del impacto en los circuitos inflamatorios subyacentes. De la misma manera, se ha comprobado cómo el tratamiento antidepresivo puede mejorar la calidad de vida y la sintomatología de los pacientes con psoriasis.

En los últimos párrafos de este escrito llegamos a donde empezamos. Esto es, la tendencia suicida en los pacientes con psoriasis, elemento de especial preocupación, teniendo en cuenta, como es evidente, el impacto no en la calidad de vida, sino en la misma existencia del paciente. En este punto vale la pena recordar cómo a la IL-6 se la ha reconocido como «la citocina del suicidio», de forma que las vías y los elementos clave que lo favorecerían (disminución del triptófano y paso a kinurina a través de la indoleamine 2,3-dioxygenase, disminución de las monoaminas, implicación en los receptores NMDA) son en buena medida coincidentes con lo descrito con anterioridad para la depresión o la ansiedad13.

Estos datos podrían explicar, al menos en parte, los datos epidemiológicos entre psoriasis y tendencia suicida descritos al inicio de este artículo, y que representarían un peligroso sesgo a la hora de atribuir a los efectos de un fármaco unos pocos casos de suicidio durante un seguimiento prolongado. De hecho, se ha propuesto que la presunta mayor incidencia de suicidio durante el tratamiento con brodalumab coincidió en realidad con un incremento en los suicidios en los varones de mediana edad, con un nivel socioeconómico medio-bajo acaecido durante la crisis económica iniciada en 2008 en EE. UU., perfil claramente dominante en los ensayos clínicos de psoriasis moderada-grave14. En este sentido, brodalumab podría haber sido simplemente una víctima propiciatoria de la combinación de una predisposición incrementada junto a un hecho circunstancial ambiental.

En cualquier caso, ha sido inevitable que la evaluación de la ideación suicida se haya incorporado en el listado de cuestiones que deben tenerse en cuenta y monitorizarse en cualquier nueva propuesta terapéutica en psoriasis, en particular si implica nuevos mecanismos de acción con resultados, por el momento, bastante tranquilizadores, aunque se ha descrito algún caso de suicidio, aparentemente no relacionado con el curso de la enfermedad cutánea, en pacientes con dosis superiores a las convencionales15.

En cualquier caso, parece claro que la profundización en el impacto de la comorbilidad psiquiátrica en la psoriasis —y viceversa— abre un nuevo frente, y confiere cada vez mayor responsabilidad de los dermatólogos implicados en el manejo de la psoriasis en el reconocimiento de aquellas y en el trabajo conjunto con los psicólogos-psiquiatras para el beneficio de nuestros pacientes. Un paso más en nuestro camino hacia una visión global y holística del paciente, pero también hacia una cada vez más enriquecedora y exigente perspectiva de nuestra propia especialidad.

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