Aun antes del nacimiento de la Dermatología como especialidad a principios del siglo XIX, la mayoría de las lesiones cutáneas y dermatosis eran materia de los cirujanos más que de los médicos. Después de la unificación de la Medicina y de la Cirugía, y del nacimiento de la Dermatología como especialidad moderna, esta relación se fue desdibujando y los dermatólogos españoles se aproximaron más a la Medicina que a la Cirugía. Las mejoras en la técnica quirúrgica, en la antisepsia y la asepsia, el nacimiento y difusión de la anestesia y el mayor interés en los estudios micrográficos llevaron a la recuperación, casi de novo, de esta vieja tradición quirúrgica en la segunda mitad del siglo XIX.
En España, no se puede hablar de una auténtica «cirugía dermatológica» hasta el primer tercio del siglo XX, cuyos principales exponentes fueron Enrique Álvarez Sainz de Aja y Vicente Gimeno. El primero de ellos fue el mejor práctico de la incipiente cirugía dermatológica que basaba en su experiencia previa en Cirugía General y Obstetricia. El segundo nos dejó un interesante opúsculo de cirugía dermatológica, publicado en 1923 y que fue el texto de su discurso de recepción en la Real Academia Nacional de Medicina.
Even before dermatology was born as a specialty at the beginning of the 19th century, most skin lesions and dermatoses tended to be treated by surgeons rather than physicians. After medicine and surgery were unified into a single discipline and dermatology emerged as a modern specialty, this relationship became blurred and Spanish dermatologists leaned more towards medicine than surgery. Then improvements in surgical techniques, knowledge of antiseptic and aseptic procedures, the development and introduction of anesthesia, and the greater interest in micrographic approaches led to the rediscovery and almost complete rebirth of this old surgical tradition in the second half of the 19th century.
In Spain, dermatologic surgery as such did not really exist until the first third of the 20th century, when Enrique Álvarez Sainz de Aja and Vicente Gimeno emerged as the main exponents of this discipline. Of these 2, Álvarez Sainz de Aja—drawing on his previous experience as a general surgeon and obstetrician—was the better practitioner of the incipient dermatologic surgery. The other, Gimeno, wrote an interesting booklet on dermatologic surgery that was published in 1923 and that formed the basis of his inaugural speech to the Spanish Royal National Academy of Medicine.
La cirugía dermatológica es una parte de la especialidad de desarrollo relativamente reciente. Este aserto, que probablemente sea la impresión mayoritaria entre los dermatólogos, no es del todo exacto. Sí es cierto que la incorporación de las nuevas tecnologías terapéuticas ha facilitado elinterés de los dermatólogos por la parte quirúrgica de nuestra especialidad, pero existía ya una tradición quirúrgica previa que se había ido olvidando. Hace más de cincuenta años que algún dermatólogo ya escribía1:
«Es, en efecto, curioso que una especialidad de las que se han llamado siempre médicas, una especialidad como la nuestra sin bisturí, casi limitada en lo quirúrgico a la 'microcirugía' de la biopsia, pretenda hoy encontrar su camino quirúrgico después de tantos años de evolución. Pero no es menos cierto que se hace necesario, cada vez más, iniciar este camino quirúrgico, antaño mal entendido o desdeñado por nuestros precursores y que tiene rotundas indicaciones que el dermatólogo no puede ni debe abandonar en otras manos menos avezadas y conocedoras del órgano piel que las suyas.»
El objetivo de este trabajo es recuperar para la memoria dermatológica colectiva algunas Figuras y algunos datos que permitan situar nuestra práctica quirúrgica diaria en el devenir histórico de la propia Dermatología española. Para tener mayor objetividad y distancia histórica, me limitaré a las fuentes anteriores a los últimos cincuenta años. Justamente de 1958 data la última fuente primaria citada2.
Las dermatosis en la, cirugía renacentista y de la Época ModernaHoy vemos razonable –incluso obvio– que seamos licenciados en «Medicina y Cirugía». Pero esto no siempre ha sido así. Durante siglos el ejercicio de ambas disciplinas fue totalmente diferente. De hecho, hasta mediados del siglo XIX ambas materias se estudiaban en distintos centros. Los médicos estudiaban en latín, que era la lengua franca del conocimiento. Entre los cirujanos no existía siquiera uniformidad. Se dividían en tres categorías: la más baja era la de barbero-sangrador, para la que no se requería otro conocimiento o cualificación más que la propia experiencia. En un grado más elevado estaban los cirujanos romancistas –que estudiaban en lengua común o romance–. La elite de la cirugía antigua eran los cirujanos latinistas que ya estudiaban en latín. El acceso a esta última titulación estaba regulado por el tribunal del Protomedicato, que actuaba como garante –a modo de reválida o certificación– de un mínimo dominio de los conocimientos que los cirujanos necesitaban para su práctica.
El Renacimiento podría ser un buen punto de partida para comenzar este repaso de la cirugía dermatológica porque, coincidiendo con el creciente afán de conocimientos, se generalizaron las disecciones y se mejoró el conocimiento de la Anatomía. Ya desde el siglo XVI, los textos quirúrgicos hacen referencia a procesos morbosos que son materia natural de la Dermatología. Se describen y se hace referencia al manejo y tratamiento de los apostemas (grupo misceláneo de tumores y excrecencias), los lobanillos (que corresponderían a diversos tipos de quistes, probablemente tricolémicos e infundibulares), los lamparones (en su mayor parte, adenopatías), las llagas viejas (úlceras varicosas o tróficas) y úlceras cancroideas. Aun así, el tratamiento de estos procesos no es homogéneo entre los diversos autores que los mencionan. Algunos incluyen otras entidades relacionadas con la Dermatología como el divieso, el absceso, el herpes, la erisipela y la gangrena. Todos estos cuadros, de acuerdo con la medicina humoral, eran tipificados en húmedos o secos y en calientes o fríos, aplicándose en consecuencia la terapia antagónica correspondiente. Son ejemplos interesantes de esta época las obras de Luis Mercado, Francisco Díaz, Juan Fragoso, Juan Calvo y Dionisio Daza Chacón. Sin embargo, se mantenía la distancia entre la Medicina y la Cirugía, como explica muy bien el profesor López Piñero3:
«La separación tradicional entre médicos y cirujanos se había hecho todavía más profunda en la mayor parte de los países europeos durante el siglo XVII. Desde su privilegiada posición de profesional universitario, el médico había llegado a despreciar abiertamente todo lo que significara trabajo manual. El médico –decía un difundido texto de dicha centuria destinado a los estudiantes de medicina– no debe cortar, ni quemar, ni colocar emplastos, cosas contrarias a la dignidad de un médico racional, puesto que por doquier se encontrarán barberos.»
En el siglo XVIII el conjunto de conocimientos acerca de las patologías quirúrgicas cutáneas aumentó de manera considerable y comenzaron a aparecer textos sobre la «patología externa». En estos textos encontramos indicaciones sobre el manejo de afecciones cutáneas primarias a la vez que trataban otro tipo de patologías como los traumatismos, fracturas, lesiones de arma blanca o de armas de fuego, que nada tienen que ver con la Dermatología tal como la conocemos hoy. Es a finales de este siglo XVIII –en concreto en el año 1776–cuando un cirujano, Joseph Plenck (fig. 1), publicó en Viena el que puede ser considerado uno de los primeros tratados de Dermatología, su famoso Doctrina de Morbis Cutanei. Este libro fue traducido al castellano por el también cirujano Antonio Lavedán y publicado en Madrid en 1798 (fig. 2). En 1978 los laboratorios Isdín publicaron una edición facsimilar de este texto, precedido de un interesante prólogo de Juan Uruñuela. Aunque este texto, con su nueva manera de clasificar las enfermedades cutáneas al modo de los botánicos, podría ser considerado ya el comienzo de la Dermatología moderna, los más destacados historiadores actuales suelen hacerlo coincidir con la publicación de la obra On Cutaneous Diseases del médico inglés Robert Willan en 18084.
Joseph Plenck fue un destacado cirujano austriaco que publicó en 1776 uno de los primeros tratados independientes de enfermedades cutáneas. Su novedosa manera de sistematizar las dermatosis, al modo de las clasificaciones de los botánicos, lo hace merecedor de Figurar desde entonces como uno de los precursores de la Dermatología y viene a certificar el parentesco de viejo de la Dermatología y la Cirugía, aun antes de la unión de los estudios de Medicina y Cirugía.
Durante el siglo XVIII Figuras importantes de la Medicina española, como Martín Martínez o Francisco Suárez de Ribera, clamaron por la unión de la Cirugía y de la Medicina en una única disciplina. Sin embargo, y a pesar de estas destacadas excepciones, los médicos seguían viendo con recelo la aproximación a la Cirugía. Fueron los cirujanos los que más hicieron por acercarse a la Medicina. Destacó en este logro especialmente Pedro Virgili (fig. 3) –cirujano militar español formado en Montpellier y París. El fue el creador del Real Colegio de Cirugía de Cádiz en 1748 destinado a los cirujanos de la Armada. En este colegio, al igual que en el de Barcelona –creado poco después– se exigía a los cirujanos un amplio conocimiento de la Medicina, que hasta entonces les estaba vedado, y aun de poseerlo, les estaba prohibida su práctica5. Los pasos dados a partir de este momento fueron algo vacilantes –incluso pendulares– con normas y órdenes oficiales que facilitaban y frenaban alternativamente este acercamiento, probablemente en relación con el convulso panorama político de la Guerra de la Independencia, el reinado de Fernando VII y la sucesión de gobiernos liberales y absolutistas, y con el oscilante poder del grupo de presión de los médicos más conservadores que trataban de impedirlo. Sin embargo, la convergencia era ya imparable. Desde 1827 se hizo oficial esta unión, hablándose por primera vez de «Colegios de Medicina y Cirugía» y creándose el título de «médico-cirujano». La unión efectiva de ambas titulaciones no tuvo lugar hasta el plan de estudios de 1843 y su reforma en 1845, quedando definitivamente consolidado con el modelo universitario estatal y centralista que cristalizó en la famosa «ley Moyano» de 185 75–7. Quedaban descolgados de esta convergencia los cirujanos romancistas y los cirujanos-barberos que, después de varios cambios de denominación, pasaron a ser conocidos como «practicantes». Más adelante, a mediados del pasado siglo, fueron integrados junto con las matronas y las enfermeras en la denominación de «ayudantes técnicos sanitarios» hasta pasar todos ellos a incluirse en la actual diplomatura de Enfermería7.
Pedro Virgili fue un destacado cirujano militar español del siglo xviii que promovió la creación de los Reales Colegios de Cirugía –especialmente el de Cádiz– para formar cirujanos expertos para la Armada. Impulsó la confluencia de los saberes quirúrgicos y médicos siguiendo el modelo francés, al entender que los cirujanos de la Armada deberían tener suficientes conocimientos médicos para poder resolver y curar a bordo de forma más eficaz.
Las técnicas de diseño y realización de los distintos colgajos y plastias cutáneas eran ya conocidas desde antiguo por los cirujanos. Las primeras referencias científicas de la utilización de colgajos cutáneos datan de 1546 y se deben a Gasparo Tagliacozzi, profesor de Anatomía en Bolonia. Un ejemplo clásico de la utilización histórica de los colgajos es la corrección de los defectos nasales con una plastia pediculada desde la frente que realizaban los hindúes y que fue publicada en 1794 por la Compañía Inglesa de las Indias Orientales1. Sin embargo, los testimonios gráficos y las ilustraciones en la literatura médica española parecen ser más escasos y relativamente más tardíos. En las Figuras 4A, B y C podemos ver una secuencia de grabados publicados en Anfiteatro Anatómico Español en 1875, en el que bajo el título de «Un caso de autoplastia de carrillo» se nos describe el caso de una vecina de Guadamur, en la provincia de Toledo, que fue operada en la Sección de Cirujía [sic] del Hospital Provincial de la Misericordia de Toledo por haber padecido un ántrax en dicha zona. Esta infección le había provocado una importante escara transmural. Como consecuencia de la pérdida de tejido, sufría una exposición gingival y dental, salivación a través de la enorme fístula y dificultades para la deglución, perdiendo el alimento por esta solución de continuidad. Fue operada por el Dr. Pedro Gallardo el 12 de noviembre de 1874. El autor hace constar en el texto la deuda con los «Resúmenes de Cirujía» [sic] del Dr. Diego Argumosa en el que se inspiró para realizar esta intervención8 (figs. 4A, B y C).
Esta secuencia de grabados quirúrgicos se publicó en 1875 en el periódico del doctor Velasco, Anfiteatro Anatómico Español. Se trata de una paciente de 38 años que, tras sufrir un ántrax en la mejilla izquierda, tenía una importante falta de sustancia que imposibilitaba «la masticación e insalivación por el lado afecto» (fig. 4A). Fue intervenida en la Sección de Cirujía [sic] del Hospital Provincial de la Misericordia de Toledo por el doctor Pedro Gallardo fijando la autoplastia con tres puntos de sutura y tres alfileres de oro (fig. 4B). Aunque sufrió una importante erisipela posquirúrgica («llegó a subir el termómetro a 41°»), se retiraron los alfileres de oro a los cuatro días, «más tarde los puntos de sutura» y se le dio el alta al mes y seis días de la operación completamente curada (fig. 4C).
No nos ha quedado constancia de que José Eugenio de Olavide, el gran precursor de la Dermatología española, desarrollara una gran actividad quirúrgica. Curiosamente, su biógrafo Fernández de la Vega nos cuenta que su padre José María era «cirujano latino»9. Asimismo sus primeras publicaciones de 1857 –siendo aún alumno de Medicina–fueron breves reseñas de intervenciones quirúrgicas publicadas en 1857 y realizadas en los servicios de Sánchez de Toca y de Soler. Olavide fue alumno interno en estos servicios10, pero estas publicaciones no están relacionadas con la Dermatología quirúrgica. Otro dato curioso que nos ofrece también Fernández de la Vega9 es que Olavide entró en el Hospital de San Juan de Dios ¡como cirujano!:
«Ascendió a médico patrimonial de la casa de Campo en 1860, y saliendo a oposición dos plazas de cirujano de la beneficencia provincial, una con destino a San Juan de Dios y otra al hospital general, fue propuesto en ellas, en el primer lugar de la 19 terna y con destino al primero.»
En el monumental Atlas de Olavide podemos ver la imagen de un carcinoma de párpado superior (fig. 5) en el que se observa el diseño de la reconstrucción quirúrgica que posteriormente se realizó. Según nos hace constar Olavide en el texto acompañante, el enfermo había sido visto por el eminente cirujano Federico Rubio (fig. 6), quien deseaba operarlo. El paciente ingresó en el Hospital de San Juan de Dios y fue intervenido con éxito, aunque no nos constan imágenes del resultado posoperatorio. Federico Rubio Galí fue un reputado cirujano de la segunda mitad del siglo XIX. Era un personaje muy polifacético. Además de su destacada actividad quirúrgica, puede ser considerado el padre de la moderna Enfermería en España al crear la primera escuela de enfermeras en el seno de su Instituto de Técnica Operatoria en Madrid en 1895, siguiendo el ejemplo de Florence Nightingale en el St. Thomas Hospital de Londres desde 186011. Federico Rubio, además de la Cirugía, cultivó la naciente Histopatología, realizando él mismo las preparaciones microscópicas de sus intervenciones y autopsias. En el citado Atlas de Olavide constan varias imágenes macroscópicas de hígados luéticos con imágenes acompañantes de los estudios microscópicos realizados por el mismo Rubio.
Aunque Olavide era hijo de «cirujano latino» no nos dejó constancia de una gran actividad quirúrgica. En su magnífico Atlas, publicado por entregas a partir de 1873, aparece representada esta tuberosidad palpebral de un paciente del doctor Federico Rubio. Podemos ver en ligero trazo discontinuo el esquema de la plastia de reconstrucción con que éste reparó la zona palpebral tras la escisión.
Federico Rubio, importante Figura de la Cirugía española, fue un gran amigo y colaborador de Olavide. Realizaba incluso él mismo sus propias preparaciones histológicas. Sin embargo, el principal mérito de este polifacético médico y cirujano quizás haya sido la creación de la primera Escuela de Enfermería de España.
Tampoco en el caso de Juan de Azúa, creador de la Academia Española de Dermatología, nos ha quedado constancia de una gran actividad quirúrgica. En sus escritos aparecen tan sólo menciones fugaces a algunas técnicas básicas, como extirpaciones simples o el empleo del galvanocauterio. Sin embargo, llama poderosamente la atención que uno de sus trabajos más interesantes, que versa sobre las dermitis de profesiones por el lavado –probablemente una de las primeras y mejores descripciones de un eccema de contacto irritativo profesional–, fue presentada en el Congreso hispano-portugués de Cirugía, celebrado en Madrid entre el 16 y 24 de abril de 189812. Aparentemente, está del todo fuera de lugar una comunicación así en un congreso de Cirugía, y más cuando ninguna de las medidas terapéuticas que plantea es quirúrgica. Esta aparente contradicción se entiende cuando se repasa el título completo del congreso: «Congreso anual hispano-portugués de Cirugía y sus especialidades naturales» (fig. 7). Es decir, por aquel entonces se consideraba la Dermatología como una «especialidad natural» de la Cirugía y, por tanto, todo lo tocante a la Dermatología podría tener cabida en la Cirugía.
Bajo este curioso rótulo, publicado en la sección española de sociedades científicas de la Revista de Medicina y Cirugía Prácticas en 1898, Figura la comunicación de Azúa al congreso hispano-portugués de cirugía sobre las dermitis de lavado de las lavanderas. Este tema, que –aparentemente– no tiene nada que ver con la cirugía, viene a demostrar que la vieja relación de la Dermatología con la Cirugía se mantuvo a lo largo de todo el siglo xix.
La relación de la Dermatología con la cirugía se dio también en el ámbito de la docencia universitaria, ya que la consolidación de la Dermatología como asignatura obligatoria de la licenciatura y la convocatoria de las primeras cátedras fue paralela a la de otras dos especialidades médico-quirúrgicas: la Oftalmología y la Otorrinolaringología. De hecho, en el periodismo médico de los primero años del siglo XX se hace referencia conjunta a estas tres materias como «las especialidades médico-quirúrgicas»13. Para ocupar interinamente estas cátedras en la Universidad Central de Madrid fueron designados en 1902 Mansilla (Oftalmología), Cisneros (Laringología) y Azúa (Dermatología y Sifiliografía). Azúa fue nombrado definitivamente catedrático titular de Dermatología el 7 de marzo de 1911 y tomó posesión efectiva el 9 de abril de 1911.
Sainz de Aja, primer gran cirujano dermatológico españolHasta aquí he repasado la relación de la Dermatología y la Cirugía clásicas. Aun así, no se puede hablar todavía de una auténtica cirugía dermatológica tal como hoy la entendemos. La mejora en las técnicas e instrumental quirúrgicos, la antisepsia y asepsia y el interés histopatológico fueron las bases sobre las que se asentó en la segunda mitad del siglo XIX este retorno a los orígenes quirúrgicos de la especialidad. La gran Figura precursora de la cirugía dermatológica española, histórica, aparece en las primeras décadas del siglo XX. Fue, sin duda, Enrique Álvarez Sainz de Aja (figs. 8-10). Este destacado dermatólogo nació el 16 de septiembre de 1884 en Madrid. Durante la licenciatura, que realizó en el Colegio de San Carlos de Madrid, fue alumno interno de Cirugía en el servicio de Alejandro San Martín y en el servicio de Obstetricia del profesor Fernández Chacón. Su tesis doctoral se tituló De las peritonitis por perforación intraperitoneal del aparato digestivo. En junio de 1907 fue nombrado profesor clínico y de guardia de la Facultad de Medicina de Madrid, y destinado con el doctor Chacón (Obstetricia). Se mantuvo en este puesto hasta 191214. El 1 de agosto de 1908 se incorporó al hospital de San Juan de Dios, centrando ya su actividad en la Dermatología. No cabe duda de que esta experiencia previa fue decisiva para su clara orientación quirúrgica. Fue también pionero en la aplicación de diversas terapias físicas en la Dermatología como la fototerapia, la radioterapia y la crioterapia.
Caricatura de Sainz de Aja realizada por el doctor Daudén y publicada en 1956 en Actas Dermo-Sifiliográficas (1956;47:358). Sainz de Aja fue miembro fundador de la Sociedad Española de Dermatología y Sifiliografía, actual Academia Española de Dermatología y Venereología. Se significó decididamente por el bando franquista durante la Guerra Civil española y esto le permitió actuar como referente de la maltrecha Dermatología española de la posguerra.
Retrato de Sainz de Aja con bata y gorro quirúrgico que se publicó en Ecos Españoles de Dermatología y Sifiliografía en 1927. Sainz de Aja llegó a la Dermatología con una importante experiencia en Cirugía general y en Obstetricia que acumuló durante el pregrado como alumno interno en ambas cátedras y después como profesor ayudante de Obstetricia recién completada la licenciatura.
Sainz de Aja fue, además, un trabajador y publicista médico incansable. Acudió a numerosos congresos internacionales y fue uno de los más decididos impulsores del Colegio Iberolatinoamericano de Dermatología. Durante la Guerra Civil española se significó de forma decidida por el bando franquista. Entre sus principales méritos están el haber logrado reagrupar la Academia Española de Dermatología, aunque muy mermada por el exilio de importantes Figuras como Sánchez-Covisa, Bejarano, Peyrí, etc., y reanudar –junto con Gay Prieto y de Gregorio– la publicación de Actas Dermo-Sifliográficas en 1937.
Aunque tuvo algunos discípulos, Sainz de Aja no creó una auténtica «escuela dermatológica». Probablemente esto se debió a que su trabajo en el Hospital de San Juan de Dios de Madrid fue fundamentalmente asistencial y no se dedicó a la docencia dermatológica universitaria. Aun así, algunas destacadas Figuras de la Dermatología española, como Julio Bravo, José Fernández de la Portilla –primer catedrático de la especialidad en Valencia–, Cordero, Ricardo Bertoloty o el propio hijo de Álvarez Sainz de Aja –Luis Álvarez Lowell– pueden ser considerados sus continuadores. Probablemente es por esta razón que el mérito de iniciador de la cirugía dermatológica española se ha ido olvidando. Fue Gay Prieto en 1965 quien se encargó de recordarlo15:
«Más tarde surge un espacioso quirófano, donde don Enrique, rememorando sus comienzos quirúrgicos, es el pionero de la Dermatología medicoquirúrgica.»
Vicente Gimeno Rodríguez-Jaén fue una Figura importante de la Dermatología española que debemos recuperar de un inexplicable olvido. Nació en Valencia el 9 de marzo de 1878, era hijo de Amalio Gimeno, también médico, a quien Alfonso XIII nombró más tarde conde de Gimeno–título que también heredó su hijo–. Realizó la licenciatura de Medicina en el Colegio de San Carlos de Madrid en 1906, completando su formación dermatológica en el hospital de Saint Louis de París. Fue nombrado profesor auxiliar honorario de la cátedra de Dermatología y Sifiliografía de la Facultad de Medicina de Barcelona, aunque renunció pronto a este puesto por cambio de residencia. En 1911 fue nombrado interinamente profesor auxiliar de la cátedra de Dermatología y Sifiliografía de la Facultad de Medicina de Madrid, obteniendo en 1914 esta misma plaza como titular. Amplió estudios en Alemania y Suiza y, particularmente, al lado del profesor Wright en el hospital de Saint Mary en Londres. Llegó incluso a ocupar algún puesto político: fue diputado, senador y, durante un tiempo, Gobernador Civil de Sevilla antes de la II República. Fue miembro de la Real Academia Nacional de Medicina (RANM). Falleció en el balneario de Caldas de Malavella el 29 de agosto de 194416.
En 1923 Vicente Gimeno fue elegido miembro de la RANM en sustitución de Juan de Azúa –que había sido elegido académico años antes pero no había podido tomar posesión por su grave hemiplejía–. Su discurso de recepción lleva el sorprendente título de «Algo de cirugía estética de la piel»17 (fig. 11). La justificación de este discurso tan original podría deberse a que su adscripción en la Academia tenía lugar dentro de la sección de Cirugía. Esto refuerza aún más la idea antes expresada de que la Dermatología seguía siendo considerada tradicionalmente una rama de la Cirugía, aunque los dermatólogos intentábamos acercarnos cada vez más a la Medicina Interna. Después de dedicar –como es preceptivo en el protocolo de la RANM–, la primera parte de su discurso a glosar la Figura de su predecesor Juan de Azúa, Vicente Gimeno pasa a ofrecernos todo un compendio de lo que era la cirugía dermatológica en España hace casi un siglo. Es una lástima que por tratarse de un discurso oral y protocolario no haya sido publicado con Figuras o grabados acompañantes. Vicente Gimeno hace referencia por primera vez en la literatura médica española a la «Cirugía estética dermatológica» que define así18:
Vicente Gimeno, dermatólogo y profesor titular de Dermatología al lado de Azúa, ingresó en la Real Academia Nacional de Medicina en 1923. Gimeno sustituía precisamente a Azúa en este puesto. Éste nunca pudo tomar posesión efectiva por la grave hemiplejía que le afectó en sus últimos años de vida. Vicente Gimeno dedicó hace ya más de ochenta años su discurso de ingreso en la Academia a la cirugía dermatológica. Esta sorprendente elección quizás se explique porque el sillón que ocupaba pertenecía precisamente a la sección de Cirugía. A pesar de los años transcurridos, su texto –claro y ameno– se nos manifiesta como todo un breviario de cirugía dermatológica básica.
«… aquella cuya terapéutica no es farmacológica ni higiénica; en cuyo caso pertenecerán a ella todos los agentes físicos utilizables, como, v.gr., la mano y el instrumento o recursos terapéuticos como el de la luz o la electricidad.»
La mayoría de los cirujanos que cita en su obra son francófonos: Morestin, Reverdin, De Martel, Noel, Passot, Chaissaigne, Poncet, Berard, pero también menciona a Kendal Franks, Pozzi, Hebra y Auspitz. Gimeno comienza concretando el terreno de actuación y las indicaciones de la cirugía estética dermatológica que divide en tres grupos: primero, los elementos anormales de la piel o los que «haciendo en ella relieve la afean o deforman», segundo, la reparación de partes blandas destruidas por traumatismos, quemaduras o por dermatosis destructivas (sífilis, tuberculosis…) y tercero, cicatrices yatrogénicas, telangiectasias, arrugas, atrofias por la edad, hipertricosis, flebitis, varices linfáticas, etc. Propone para ello tres tipos de procedimientos: a) extirpación y reparación, b) utilización de injertos y c) técnicas físicas complementarias: escarificadores, fototerapia, nieve carbónica, electrólisis, etc. También son tres los tipos de instrumental que propone: los cuchilletes o finos bisturíes, los escarificadores y las variadas cucharillas. Hace especial hincapié en la delicadeza y exigencia técnica19:
«En cirugía estética cutánea todas las minuciosidades son dignas de la mayor atención. Se trata con ella de borrar en lo posible las huellas de la lesión padecida, de devolver a la cubierta cutánea, por medio de los necesarios artificios, casi todos los caracteres normales que hacen de ella una de las claras pruebas de la salud y de la belleza humana; y cuanto se haga, manipulando sobre tejidos delicados a fin de conseguirlo con la mayor limpieza, regularidad y perfección, será siempre poco. Por eso los raspados han de ser completos, las incisiones finas y limpias, la antisepsia cumplida, y las suturas hechas con femenino cuidado.»
En el desarrollo de las incisiones prefiere las «disimuladas, las que se hacen entre los pliegues naturales de la piel», y hace referencia a las zonas difíciles –como la parte superior y laterales del tórax y el cuello– por estar sometidas a movimientos de caída y de tracción para los cuales la incisión debe planificarse teniendo ya en cuenta este dinamismo posterior20. Se extiende incluso más en el apartado dedicado a las suturas, de las que destaca especialmente la intradérmica, de la que dice21:
«La intradérmica, comprendiendo solamente las capas profundas de la piel (de modo que no sean visibles sus puntadas por quedar ocultas tras la línea de reunión), es la que preferentemente interesa a los fines estéticos, practicándose de muy diverso modo en forma, primero, de sutura continua de puntos dados en el sentido longitudinal de la incisión, segundo, de sutura de puntos transversales, tercero, de sutura en zig-zag, y cuarto, de sutura de puntos separados.»
Menciona también la utilización de las pequeñas grapas quirúrgicas, aunque su colocación debe ser poco apretada. Aún no estaban del todo desarrolladas las actuales agujas pero ya se utilizaban «agujas curvas de forma de una media circunferencia con diámetro muy corto, todo lo más de dos centímetros»22. Las agujas –que por aquel entonces eran independientes de los hilos, en las cuales se enhebraban– se esterilizaban y reutilizaban, pero dada su delicadeza Gimeno se quejaba de que «con frecuencia ceden al segundo día». También hace referencia a la utilización de puntos exteriores de refuerzo para evitar la dehiscencia y a la fijación adhesiva externa sin punción como complemento de la sutura intradérmica. No menciona, curiosamente, los materiales de las suturas, pero es de suponer que no se apartaban de los tradicionales, probablemente seda y lino.
Gimeno dedica un amplio apartado a revisar las plastias –que denomina injertos autoplásticos pediculados– y los injertos cutáneos libres. Comienza hablando de la dificultad de los injertos heterólogos y ya hace mención a la inmunidad adquirida e innata como dificultades primordiales de su éxito o fracaso más que a un problema de aporte vascular o de técnica quirúrgica y dice23:
«… el ánimo queda en suspenso cuando se fija en los ensayos de los profesores del Instituto Rockefeller, Murphy y Morton, que, trabajando sobre pollos, han probado la verdad de un hecho que parece reñir con todo lo que acabo de decir; y es que cualquiera clase de tejido, hasta un tejido humano, puede transplantarse a un embrión de pollo y ser aceptado, mientras no crecen en éste el bazo y el tejido linfático, lo que ha llevado a suponer que en los linfocitos hay que buscar las resistencias a los injertos.»
Vicente Gimeno hace constar el mayor éxito de las plastias frente a los injertos libres, de los que destaca, en primer lugar, los de pequeños fragmentos epidérmicos de Reverdin que aún hoy realizamos. Repasa los injertos gruesos dermoepidérmicos siguiendo a Thiersch y Ollier. Desaconseja los aloinjertos, que raramente tienen éxito, y desaprueba los xenoinjertos, que considera «ensayos biológicos más que aplicaciones terapéuticas»24. También menciona los injertos de grasa, aponeurosis, tendón, cartílago y músculo.
La última parte del discurso la dedica Gimeno a repasar las terapias físicas novedosas en aquel entonces: la electricidad, la luz, el calor y el frío. Menciona la finsenterapia, la roentgenterapia y la curiterapia. En cuanto a los cauterios, se inclina claramente por los finos galvanocauterios por su mejor calidad de cicatrización. Hace igualmente un elogio de la nieve carbónica por la calidad de curación.
La anestesiaLa anestesia fue, hasta hace unas décadas, la gran cenicienta de la cirugía. De hecho, durante mucho tiempo se abandonó en las manos menos experimentadas del quirófano. Los orígenes de la anestesia moderna se remontan a 1844, cuando el dentista norteamericano William T.G. Morton comenzó a utilizar el éter en su práctica odontológica25. Las propiedades anestésicas de la cocaína eran conocidas desde 1884. En la literatura dermatológica española de la segunda mitad del siglo XIX y los primeros años del siglo XX apenas encontramos fugaces referencias a la utilización de la anestesia, mayormente local. La primera explicación amplia sobre la utilización de la anestesia en cirugía dermatológica la encontramos en el libro de Tratamiento de las enfermedades de la piel y sexuales de Oyarzábal, que data de 193426. El breve apartado del tratamiento quirúrgico de las enfermedades de la piel está dedicado casi íntegramente a la anestesia local y dice así:
«La anestesia local es muy necesaria para nuestras pequeñas operaciones. Para las intervenciones cortas, como incisiones de abscesos y forúnculos, está muy indicado el croretilo [sic]. El líquido, encerrado en tubos de cristal, se proyecta sobre la piel, y cuando ésta se pone blanca, es señal de que está hecha la anestesia. Téngase presente que el cloretilo es muy inflamable, por lo que no se debe usar con los cauterios.
La acción durable de la anestesia local a lo Schleich se emplea mucho, sobre todo si se usa la novocaína, siete veces menos tóxica que la cocaína. Su eficacia se aumenta considerablemente por la adición de un poco de suprarrenina. Resulta muy práctica la siguiente solución:
Se usan mucho las soluciones dispuestas para el uso de la novocaína-suprarrenina al 0,5 por 100, en frascos de 25 cm3; 2 por 100 en caja con × ampollas de 1 cm3, de 2 cm3 y de 5 cm3; 5 por 100 en caja de × ampollas de 3 cm3.
La inyección se hace según el método tan conocido de Schleich, hasta que se forme un pequeño bulto parecido a una roncha; en la esfera de este abultamiento se vuelve a inyectar. Después de comenzar unos minutos se puede comenzar a operar. Esta anestesia local se usa mucho en la excisión [sic] de ciertos chancros, bubones, operación de fimosis, etc.
Para anestesiar las mucosas nos valdremos de pincelaciones de novocaína-suprarrenina al 2 o 5 por 100».
El puente hasta la actualidadEste panorama de la cirugía dermatológica de los años veinte y treinta del siglo XX es ya bastante semejante a nuestra práctica actual. Aun así, interesa aportar algún dato más sobre la evolución de la cirugía dermatológica española en la posguerra. Un hito importante es la publicación en Actas Dermo-Sifiliográficas en 1955 de un amplio trabajo de Luis Álvarez Lowell –queda dicho que era hijo de Enrique Álvarez Sainz de Aja– titulado «Injertos libres en dermatología»1. Se trata de un amplio trabajo, lamentablemente carente de Figuras, aunque al final del texto consta una nota al pie del editor que dice: «Acompañaron al texto 40 fotografías que se suprimen de este trabajo por exigencias de espacio.»
Son también interesantes dos noticias que se publicaron en Actas Dermo-Sifiliográficas en 1957 y 1958. La primera de ellas hace referencia a la constitución oficial de la Sociedad Española de Cirugía Plástica y Reparadora, cuya primera sesión tuvo lugar el 20 de noviembre de 1956. Luis Álvarez Lowell Figura como secretario general27. La segunda noticia dice lo siguiente2:
«Por Orden del Ministerio de Educación Nacional de 10 de junio de 1958 (B.O.E. de 26 de julio) y de conformidad con lo previsto en el Reglamento de la ley de Especialidades médicas ha sido nombrado para formar parte de la Comisión Asesora de Cirugía Reparadora, a propuesta de la Junta de Decanos de las Facultades de Medicina, el profesor don Felipe de Dulanto, catedrático de Dermatología de la Universidad de Granada.»
La importancia del profesor Dulanto y de su escuela en el actual desarrollo de la cirugía dermatológica española es indudable y su liderazgo merece ser destacado. Pero esto forma ya parte de una historia más reciente, en cierto modo aún viva, y mejor conocida y explicada por sus discípulos inmediatos28.
Comenzaba este trabajo con una cita de Álvarez Lowell en Actas Dermo-Sifiliográficas. Termina con otra cita del mismo autor y del mismo trabajo1:
«Si somos dermatólogos con lo que nuestra especialidad tiene de patología general, debemos serlo de cuerpo entero. No sólo de la superficie de la piel (topiqueros), sino de la piel en todo su espesor, y más aún del órgano piel considerado una 'unidad fisiopatológica'. Es decir, dermatólogos en sentido unitario, con todas sus consecuencias. Y una de esas consecuencias, en lo que a terapéutica se refiere, es no renunciar a la Cirugía Dermatológica.»