«Il y a autant de beautés qu'il y a des façons de chercher le bonheur»
(Hay tantas clases de belleza como formas de buscar la felicidad)
(Baudelaire)
Desde los tiempos más remotos el hombre se ha interesado en su aspecto visible. Apariencia externa que tiene una extraordinaria importancia como lo demuestra la propia naturaleza en la que el aspecto exterior (formas, colores, olores, sonidos) es parte esencial de todo. Las flores que brotan de las plantas poseen vivos colores y con frecuencia difunden perfumes y olores penetrantes para atraer a los insectos que favorecerán la polinización y la fructificación. Los animales tienen colores y formas adecuadas a su entorno vital, que en ocasiones cambian para hacerse más perceptibles y atraer a la pareja en época de reproducción. Contribuye así el aspecto externo al fin supremo de la persistencia de la vida.
El aspecto exterior es importante a todos los niveles y en todas las escalas. Podríamos decir que la búsqueda del equilibrio en las formas es una constante en todo el universo, tal vez porque la armonía es a su vez el resultado de las leyes que rigen el cosmos. (Y digo la búsqueda del equilibrio y no la propia armonía, porque si en la ladera de una montaña o en los acantilados de una costa abrupta vemos la terrible asimetría de las vetas de una falla, en ella debemos reconocer la proporción que hubo, anterior al desastre telúrico, o la que volverá a existir cuando miles de años después la erosión borre los daños del cataclismo.)
En la mitología y en los textos sagrados de todas las religiones se consagra la apariencia externa y la belleza de humanos, semidivinos y divinos. De Dios y del hombre. La mitología griega y romana dan culto a la belleza de Afrodita-Venus, Apolo-Febo, Eros-Cupido y otras divinidades y héroes. Homero canta cómo la belleza de Helena es causa de la guerra de Troya. Y en el cristianismo el Dios sumo hacedor, perfección y belleza suprema, hizo el hombre a su imagen y semejanza.
Es en ese contexto que podemos iniciar nuestra argumentación diciendo que está en la naturaleza, la historia y la religión que la apariencia externa, la armonía y la belleza constituyan para el hombre elementos que tiene el derecho de valorar como lícitos, deseables e intrínsecamente buenos.
Sentada esa premisa cabe continuar desarrollando el razonamiento para preguntarse si es también legítimo que el hombre, sometido como todo al inclemente reloj del tiempo, intente, ya que no alcanzar la eterna juventud (en nuestros tiempos no yendo a la búsqueda del manantial de la vida, sino tal vez aplicando los hallazgos de la ingeniería genética), al menos realizar un nuevo mito de Fausto, logrando una apariencia joven en tanto la clepsidra de su vida no se detenga definitivamente.
La respuesta no es difícil. De hecho lo que Fausto deseaba y obtuvo hubiese sido legítimo si en el pago para alcanzarlo no se hubiese empeñado a sí mismo.
Así pues, podríamos decir que es justo y éticamente aceptable desear y realizar lo necesario para obtener una apariencia joven, más allá de lo que la propia naturaleza otorga, siempre que ello no entrañe un riesgo, daño o disminución desproporcionados, y por tanto no asumibles, y que se tenga conciencia de que mantener o recuperar tal aspecto de juventud no es sinónimo de poseerla en esencia. Por ello, aun consiguiendo la deseada apariencia, el concepto estético requiere que la conducta sea digna y apropiada a lo que cronológicamente corresponda.
Con esto nos hemos referido al derecho moral del individuo, o en términos médicos del paciente para ambicionar, buscar y en su caso lograr una mejora de su presencia externa. Veamos ahora lo que concierne al médico y, en particular, al dermatólogo.
Tal y como en nuestro país fue definida por Dulanto, la dermatología es la disciplina que estudia todo lo que se relaciona con el conocimiento de la piel, sus anejos, mucosas dermopapilares y la configuración externa en su desarrollo, estado normal o patológico, así como lo que refiere el tratamiento y la corrección de sus anomalías. En esta definición queda, pues, ya incluido todo lo que se refiere a la prevención y la corrección de los efectos del envejecimiento cronológico y ambiental, así como a la rectificación de las alteraciones del contorno. Incluye así, obviamente, todo el contenido de la dermatología estética y cosmética (que en Italia recientemente se propugna denominar con el término de dermatología plástica y cosmética).
Bajo el punto de vista histórico la dermatología cosmética (cualquiera que sea el nombre que se le aplique), ha tenido una larga y pujante trayectoria en distintos países, con años de reconocimiento, enseñanza teórico-práctica e investigación. Entre ellos cabe citar Estados Unidos, Francia, Italia, y entre los de nuestra lengua, Argentina.
En España el interés de los dermatólogos por esta rama es relativamente reciente ya que, si bien algunos dermatólogos se han ocupado especialmente de ella, las escuelas dermatológicas universitarias tradicionales y los servicios hospitalarios la han marginado, otorgándole un papel secundario o incluso ignorándola.
La mayor parte del profesorado universitario (yo mismo durante décadas), con clara preferencia por lo que podríamos denominar patología mayor (tumores, conectivopatías, genodermatosis, inmunodermatología, dermatopatología, etc., entre otros temas más o menos «clásicos»), ha menospreciado esta parcela que, de hecho, tiene un campo de aplicación más vasto incluso que la propia patología cutánea ya que puede alcanzar prácticamente a toda la población sana que desea mejorar el aspecto de su piel o corregir los efectos que el tiempo y los elementos han determinado en la misma.
Durante años todos hemos ido repitiendo que quienes no son dermatólogos carecen de calificación y competencia para llevar realizar correctamente los cometidos de la dermatología estética y cosmética. Pero lo cierto es que si durante un tiempo los no dermatólogos e incluso los no médicos han extendido su intrusismo en este campo ha sido en parte por falta de una reglamentación que defina quiénes tienen la capacidad y la atribución para ello, pero también (y muy especialmente) por el abandono de los propios dermatólogos que no han querido ocupar como propio un campo que les pertenece por definición y conocimientos.
El día en que una futura reglamentación impida a los jóvenes residentes ejercer y llevar a cabo actos de dermatología estética y cosmética o utilizar los diversos tipos de láser, sobre todo el error tendrá su origen en no haber integrado dichas enseñanzas en el currículum y en no disponer de dicha tecnología en las facultades y hospitales.
¿Y cuáles son las reglas básicas de ética y estética que debe aplicar el dermatólogo en el ejercicio de la dermatología cosmética? Resulta fácil señalarlas, ya que consisten en la aplicación a dicho campo de las máximas generales de la práctica de la medicina.
En primer lugar el dermatólogo debe escuchar, examinar y explorar al paciente para conocer lo que desea y valorar la posibilidad real de poder obtenerlo. En materia de dermatología cosmética (médica o quirúrgica, plástica o correctora) lo ético es comprender lo que desea y no proponerle, sin más, lo que ni siquiera le interesa o preocupa. Aunque cabe explicarle las perspectivas concretas frente a una solicitud imprecisa. A un «¿qué puede hacerse para mejorar mi aspecto?» cabe responder detallando las diversas alternativas. Y también frente a un paciente con dismorfofobia es correcto ofrecerle los medios que permitan eliminar, minimizar o mejorar aquello que le estigmatiza.
En este terreno conviene señalar que si es legítimo divulgar las posibilidades de los nuevos métodos, técnicas y tratamientos estético-cosméticos para conocimiento de la población, no deberían ofrecerse específica y directamente soluciones a quienes no las buscan, no consultan por ello, no están interesados o no han acudido por dicho motivo.
Una vez valorado el caso, la segunda norma consiste en exponer las alternativas que existan, dando cuenta ponderada de lo que con cada una se puede realmente obtener. Analizar y explicar objetivamente las ventajas y los inconvenientes. Valorar las contraindicaciones que puedan existir. Señalar los posibles fracasos y efectos secundarios. El consentimiento informado no debe ser únicamente una hoja impresa a efectos legales, sino que debe servir para que el paciente conozca mejor lo que se le va a hacer y confíe con paciencia en el dermatólogo si acontece una complicación que había sido previamente señalada como una infrecuente posibilidad.
Una vez enumeradas las distintas actitudes y métodos apropiados para el fin deseado, la tercera norma de conducta consiste en aconsejar objetivamente lo más adecuado para el paciente en cuestión, sin que afrontar riesgos desproporcionados o innecesarios. Teniendo en cuenta los factores personales y específicos de cada caso. Pensando de antemano, incluso, cómo podrían solucionarse los posibles efectos adversos si ocurriesen. Considerando de forma especial que, cuando el motivo principal es mejorar la apariencia, el riesgo de una complicación que pueda conducir a un resultado final adverso debe ser cuidadosamente tenido en cuenta para minimizar la probabilidad de que suceda.
La norma final (y ésta más bien de orden filosófico-estético) debe consistir en aplicar al desempeño del procedimiento la misma actitud que para todo acto médico. Escuchar y comprender. Explicar y dialogar. La relación no acaba con la simple práctica de la consulta o la aplicación de una técnica. Lo que distingue al dermatólogo es su conocimiento de la piel en el más amplio concepto. Lo que distingue al médico es su capacidad de ir más allá del proceso morboso para saber llegar a quien lo padece.
Terminaré recordando una frase del profesor Valverde pronunciada en los años sesenta cuando voluntariamente renunció a su cátedra de «Estética» de la Universidad de Barcelona al tener conocimiento de la destitución, por motivos políticos, de su colega el profesor Aranguren, catedrático de «Ética» en la Universidad de Madrid: Nulla aesthetica sine ethica.
Partiendo de esta bella sentencia, acabaré diciendo que la «dermatología cosmética» es una rama de nuestra disciplina que merece el interés y el respeto que en otros países tiene sobradamente acreditado. Existe para ella un vasto campo de aplicación e investigación precisamente dentro de nuestra especialidad.
Las normas éticas y estéticas que en su desempeño hay que aplicar son fundamentalmente las mismas que las de la medicina que, desde la época de Hipócrates, sigue transmitiendo a los que a ella se consagran unas exigencias que van más allá de las costumbres y de los tiempos.
Nulla medicina (ergo dermatologia, ergo dermatologia cosmetica) sine aesthetica et sine ethica.
José M. Mascaró
Hospital Clínic y Facultad de Medicina de la Universidad de Barcelona
(*) Texto de la ponencia presentada en el Simposio sobre «El futuro de la dermatología» (XXVIII Congreso Nacional de Dermatología. Valencia, 31 de mayo-3 de junio 2000).