En medicina como en carreteras, viviendas o en lo que sea, no hay que malgastar, hay que gastar lo necesario, y ahí está el problema, saber lo que es necesario. De siempre, los grandes economicistas que no saben economía han pretendido ahorrar mediante la técnica, pensando que 60 análisis se hacen en el mismo tiempo que uno y que la máquina puede trabajar horas extraordinarias sin ser pagadas, pero se olvidaron de que no hay enfermedades, sino enfermos y que los 60 análisis pueden ser inútiles, originando un gasto suplementario en cadena, para compensar la soledad y angustia de ese enfermo sin diagnóstico, a base de nuevos análisis, radiografías, tratamientos «a ojo», etc., sin contar las horas perdidas en el transporte, el trabajo, la vida familiar, amén de la ausencia de estadísticas fiables, seguimientos epidemiológicos correctos, controles y programas eficaces, para terminar siendo necesario perder media o una hora en hacer una buena historia clínica o anamnesis. «Es un error malintencionado suponer una antítesis entre medicina científica y asistencia humanizada» (Martínez L. de Letona).
La historia clínica, es decir, escuchar cuidadosamente al enfermo, realizar una exploración física completada con las técnicas auxiliares, es fundamental en la práctica médica y sin ella no se ahorra, se malgasta, por mucho que sea el salario del tiempo que necesita el médico o la enfermera para hacerlo, porque es lo que orienta el diagnóstico, y todos sabemos que la mayoría de los pacientes, gracias a Dios, no son complicados, con lo que ni siquiera se necesita corroboración, o cuando más, exámenes complementarios muy seleccionados. Se ha pretendido ahorrar con la máquina viendo el mayor número de enfermos en el menor tiempo posible, pero se ha malgastado, porque ningún médico se responsabiliza de un enfermo sin el tiempo necesario para vislumbrar el diagnóstico y, cuando más, trata de pasar la responsabilidad a otro, sea analista, radiólogo u otro especialista, con la ingenua esperanza de que el colega tenga mayores posibilidades, haciendo una cadena que pocos economistas han comprendido.
Evidentemente, sin hacer preguntas y sin humanidad se ahorra personal sanitario, y los que se emplean no necesitan mucha vocación, es suficiente que tengan un título sobre el que, en caso de necesidad, responsabilizarle, aunque ese título haya sido obtenido por el estado de necesidad, y el que podía ser un buen cirujano, durante 30 años tiene que hacer de dermatólogo, por ejemplo. Es otra forma de malgastar.
Se pretende que la complejidad técnica y científica que ha alcanzado la medicina justifique el tópico de la necesidad de grandes gestores, porque es conocida la demostrada incapacidad genética de los médicos para administrar u organizar cualquier cosa. Lo lamento mucho, pero para saber que se ha empleado una hora en una operación o en una consulta, que se ha pedido tales o cuales exámenes complementarios o que se ha prescrito estos u otros medicamentos, habituales o extraordinarios, no hace falta ser un genio de la economía. Otra cosa es que el conjunto de gastos de un hospital, un área, una comunidad o una nación necesite de grandes gestores, grandes economistas, que critiquen, programen y administren el conjunto, pero como receptores de unas condiciones originadas por la libertad y el buen hacer del experto, porque si no, el personal sanitario debe de dar lo mejor, pero es el gestor quien decide qué es lo mejor, aunque la responsabilidad siempre la tenga el médico, lo que es injusto e inaceptable dado que «no puede permitir la interferencia de motivaciones religiosas, ideológicas, políticas, económicas, de raza, de nacionalidad, sexo o condición social o personal» (Marti Mercadal).
Cuando se pone en duda la capacidad organizadora de un médico, un jefe de sección, un jefe de servicio o un jefe de departamento se ofende mucho y se priva del más elemental respeto a la iniciativa y a la libertad de acción, malgastando en lugar de ahorrar, entre otras cosas, porque se multiplica la burocracia y se entra en el círculo vicioso de pedir constantes justificaciones, estadísticas, volantes, etc., a quien, en teoría, no sabe organizarse.
Se puede y se debe dar lo mejor a cada enfermo con el menor gasto posible, pero para ello no se pueden separar las dos funciones: científica y gestora, entre otras cosas porque se termina por no valorar las máquinas, los análisis, los medicamentos, puesto que nos los dan y nos los imponen. Si tengo una resonancia magnética o el láser y no tengo ni idea de los gastos que ocasiona una sola exploración o un tratamiento, no me cuesta ningún trabajo rellenar un papel y pedirlos porque, al menos, el enfermo estará contento cuando se entere que le he prescrito lo último en exploraciones y en tratamientos. Lo mismo le ocurre al gestor, que valora las máquinas, los análisis, los medicamentos, pero no se atreve a negarlos ante situaciones que le parecen científicamente graves, como es el caso del sida, los trasplantes, etc., aunque científicamente no esté siempre clara su utilidad. La separación de la ciencia y la gestión sólo tendría explicación cuando no se pudiese ofrecer nada al enfermo o se dispusiera de tales recursos que no importara ofrecer cuanto se tiene, lo que son utopías y, por tanto, condiciones inexistentes. Es mucho más fácil caer en la tentación de privar al médico de «su derecho a la libertad de prescripción que le dicten exclusivamente, su ciencia y su conciencia, sea cual fuere su situación jerárquica» (Marti Mercadal).
La teoría del médico que hace carrera exclusivamente científica y la del gestor que sólo hace gestión, aunque también sea médico, siempre ha fracasado y los países bien desarrollados, como Suiza o EE.UU., lo saben muy bien y nunca separan las dos funciones ni para la sanidad ni para la enseñanza. Siempre recordaré cómo conocí al decano de la Facultad de Medicina de Ginebra, inmunólogo: abriendo en su laboratorio el peritoneo de ratones para estudiar el líquido ascítico, como uno más del equipo de investigadores que tenía, lo que no le impedía ser un buen organizador como decano, o al rector M. Ruiller, anatomopatólogo, cuando le solicité aprender microscopia electrónica en su servicio: conocía al detalle hasta el más pequeño aparato de que disponía, lo que tampoco le impedía ser un buen rector.
La gestión clínica, en cualquiera de sus formas, debe ser una forma más de asistencia médica, basada en un correcto diagnóstico y tratamiento, para lo que no se puede eliminar al hombre: ni al enfermo ni al médico, y mucho menos a sus conciencias.
Recuerdo que siendo niño, un buen profesor de matemáticas me dejó asombrado al demostrarme que 2 multiplicado por 2 podía ser 5, introduciendo una variable mediante el juego de la raíz cuadrada y los exponenciales. Más tarde me encontré, en filosofía con los silogismos, donde de 64 pares de premisas posibles en las 4 figuras, según la posición del sujeto y el predicado, solamente 19 permiten llegar a una conclusión válida, es decir, más de dos tercios de mentiras se pueden decir jugando con las premisas, algunas tan aberrantes como la de la pérdida de una guerra por una herradura o como la que recuerda Mascaró sobre la pulga que se vuelve sorda cuando le cortan las patas.
Sin duda sin mala fe, muy frecuentemente por su mala formación y alguna vez por vanidad y prepotencia, muchos políticos tienen tendencia a cometer estos errores, a utilizar premisas o variables inadecuadas. No hace mucho escuché a un importante responsable de Atención Primaria, como respuesta a una pregunta de una doctora sueca, asistente al coloquio, que el actual tiempo medio de 6 minutos de atención a cada paciente debería contabilizarse por año, porque de esta forma escandalizaría menos. Claro está, 6 veces una verruga vulgar representa 36 minutos de atención al año y una sola vez una pulmonía contabiliza 6 minutos.
Que la asistencia sanitaria en España es buena porque prácticamente todos los ciudadanos tienen acceso, porque tenemos buenos profesionales, porque los medios de que disponemos son tan buenos como los de cualquier país desarrollado, no hay duda, pero eso no se puede extrapolar hasta decir que es la mejor de Europa, como dijo, en el comienzo de su Conferencia del Siglo XXI, el señor Romay para después, en menos de 5 minutos, decir que en cuanto a gestión había que copiar de los suecos. Sin contar que las listas de espera no existen en todos los países, que la carta vital ya hace más de un año que circula, que la elección del médico siempre ha existido en nuestro vecino del norte, etc.
Y no hay que extrapolar porque no es lo mismo la sanidad de urgencias por un accidente de la ruta o un implante de órganos o una importante operación, donde la metodología de acción médica es rápida o muy particular, que la de todos los días, la de la urticaria, la gastritis, la artrosis, la cefalea, la psiquiatría, la geriatría, etc. Es de la primera sanidad de la que todos podemos estar orgullosos, y los políticos, ministros, consejeros, directores generales, gerentes, directores médicos y demás nominados pueden utilizar como propaganda, no de la segunda.
La sanidad ambulatoria española se enfrenta a un sistema abusivo de gestión, de comunicación, de electoralismo, con el pretexto de que los médicos no sabemos de economía sanitaria, que necesitamos quien nos administre los gastos, como si cuidar a un enfermo fuera hacer palacios barrocos. La realidad es que la buena economía sanitaria, la que ahorra dinero, comienza por tratar adecuadamente al enfermo, con las indispensables reglas establecidas desde hace más de un siglo, para hacer un correcto diagnóstico y por tanto un correcto tratamiento, con los medios de que disponemos, a lo que, si es necesario y como complemento, se pueden añadir cuantas técnicas de economía se quiera, pero economía sanitaria no la de aficionados porque, dada la reciente aparición de esa especialidad y la escasa formación de nuestros economistas en ese campo, pocos sabemos lo suficiente de ella, aunque sobre el papel muchos se consideren profesores de Máster de Gestión Sanitaria.
No se puede hablar de sanidad hablando sólo de gestión, de «marketing», de comunicación, hablando mucho de calidad como «el conjunto de características que satisfacen las necesidades expresadas o implícitas», olvidando el objetivo fundamental: curar o aliviar al enfermo, paciente, usuario, cliente, sufriente, indispuesto, angustiado, doliente, etc. (¿quieren más palabras inútiles?). Y no hablemos del nuevo CRM (Customer Relationship Management), con el que se pretende aumentar la satisfacción del paciente, la calidad del servicio y la rentabilidad mediante estrategias empresariales de software, sin explicar cómo se puede personalizar en el paciente.
Creo que esa es la variable que hace que 2 veces 2 sea 5, la de introducir como premisa conceptos de calidad de asistencia sanitaria que no se relacionen con la curación, mejora o empeoramiento de los problemas del enfermo, sino con hechos objetivos que nada tienen que ver con la realidad que siente cada enfermo. Cuando un administrativo de la sanidad habla, raramente diferencia la calidad percibida de la calidad real, y si lo hace suele tergiversar el significado de una y de otra, porque para él la calidad real es la que satisface al enfermo, independientemente de que se haya curado, mejorado o empeorado. Satisfacer a un enfermo para que perciba calidad de asistencia es muy fácil, no hay más que aplicar paños fríos en su frente cuando tiene fiebre, darle un analgésico que le quite el dolor aunque no se sepa el diagnóstico, etc., y si además se le da una cita, se le recibe como en un hotel de cinco estrellas y se le envía una carta a su casa en la que se le agradece su comprensión, todavía mejor. Es como satisfacer a los alumnos aprobando a todos. Pocos hay que protestan. Pero eso no es obligatoriamente calidad asistencial real. Ya lo hemos probado en la enseñanza.
Si la calidad de un producto o de un servicio no es bueno más que si así los juzga el utilizador, si en la calidad del producto final sólo se tiene en cuenta el proceso de fabricación establecido por los mismos que lo juzgan con acreditaciones, auditorías, normas referenciales, etc., fabricadas por los mismos interesados, si los programas de calidad se hacen con indicadores de normas internas que pretenden superponer a normas externas, todas ellas concebidas por los mismos administradores, la mejora de la salud pública depende poco del desarrollo de las actividades médicas y de la metodología empleada.
Y, sin embargo, sin un mínimo de respeto por la metodología médica: historia clínica, exploración, exámenes complementarios, diagnóstico diferencial, diagnóstico definitivo, tratamiento y control del tratamiento, no hay medicina correcta, ni salud pública adecuada. El acto médico cada vez es más complejo y la calidad de los cuidados a los enfermos cada vez es más exigida a causa de los progresos científicos, e incluso se hacen necesarias aperturas a estructuras más integradas que eviten disfunciones de los hospitales o centros sanitarios, pero de eso a que haya que olvidar lo más elemental de la medicina como es el tener delante a un ser humano, con sus miserias y sus grandezas, diferentes a las de cualquier otro, hay un abismo. Esto no es una máquina que se valora solamente con normas economicistas. Insisto, la economía es un complemento necesario de la medicina.
Pretender olvidar la calidad de la metodología es provecho de la mal llamada gestión, mediante nuevas reglas que permitan hablar de presupuestos, extrapolarlos a la llamada eficacia comparativa entre centros sanitarios, con el único fin de dominar los gastos sanitarios, es desviar recursos útiles al enfermo en favor de la propaganda de gestión. Es introducir la premisa de la gestión para poder concluir que se evalúa la actividad de los profesionales, y por tanto se controla la calidad. Este silogismo es producto de uno de los 45 pares de premisas inexactas.
Si se acepta esta noción de calidad sanitaria, el castillo que se puede construir es fantástico, de Walt Disney: normas referenciales, métodos de valoración, auditorías externas o internas, campos de aplicación, medidas de corrección, contratos-programa, normalización, etc., y por descontado costes, eficacia, utilidad, equidad, seguridad, etc. Y no es que no sea útil un castillo, pero no de Walt Disney, que son irreales, sino con cimientos y columnas sólidas, es decir, después de aceptar las bases del correcto hacer médico, sobre ellas, construir el entramado de habitaciones, escaleras, muebles, ordenadores y lo que sea necesario para gestionar la calidad sanitaria. Sin base médica no hay gestión sanitaria.
Es el protocolo el que es útil para el médico y no el médico para el protocolo, como la medicina basada en la evidencia, la telemedicina, el CRM, el gestor o lo que se quiera, es útil, pero el médico no tiene que someter su metodología básica a ellos por obligación. Todo es necesario, pero no indispensable. Y la gestión sanitaria es necesaria, pero no indispensable para curar a un enfermo. Lo que sí es indispensable es tratar de curar o mejorar al paciente, es el objetivo de la sanidad. Y cumpliendo ese objetivo se ahorra dinero y se gana en tranquilidad de conciencia.
BIBLIOGRAFÍA RECOMENDADA
Colet E. CRM. ¿Qué hace un chico como tú en un sitio como éste? 7DM n.° 512/22-III-2002. p. 85-6.
Courtier JC, Vancelle B. La normalisation, un outil pour construire la qualité. En: Traité de la qualité totale. París: Dunod; 1990.
Donabedian A. The definition of quality approaches to its assessment. En: Explorations in quality assessment and monitoring. Vol. 1. Ann Arbor Michigan: Health Administration Press; 1980.
Fernández-Cruz A. El informe Abril y sus implicaciones médicas. Rev Clin Esp 1992;190:437-8.
Foro Internacional «Pacientes españoles, ciudadanos de Europa». Mesa redonda: Organizaciones de pacientes: una visión integral. Facultad de Medicina. Universidad Complutense, 12 de junio de 2001.
Martínez L, de Letona J. Introducción a la medicina clínica. En: Manual de medicina clínica. 1.a ed. Madrid: Laboratorios Andrómaco; 1987. p. 1-2.
Marti Mercadal JA. Deontología. En: Manual de medicina clínica. 1.a ed. Madrid: Laboratorios Andrómaco; 1987. p. 2-6.
Mascaró JM. El error médico. Consideraciones sobre sus causas y consecuencias al inicio del tercer milenio. Monografías de Dermatología. Vol. XV, n.o Extraordinario, abril de 2002. p. 3-8.
Olmos L. Disciplinaridad de las ETS. Rev Ibero-Latino-Amer ETS 1989;3:382-4.
Olmos L. Los servicios de Dermatología. Piel 2002;17:93-6.
Olmos L. Sanidad pública o privada. Dermatolol Dermocosm 2000;3(5):283-5.
Segovia de Arana JM. La gestión clínica. Rev Clin Esp 1992; 190:468-9.