La morfea, o esclerodermia localizada, engloba un conjunto de cuadros escleróticos cutáneos de causa desconocida, con un amplio abanico de presentaciones y una clínica que varía desde ligeras molestias locales hasta complicaciones graves.
Existen múltiples clasificaciones de la morfea, aunque una de las más empleadas es la de Laxer y Zulian. Esta diferencia 5 subtipos: circunscrita (la presentación más frecuente), lineal, generalizada, panesclerótica y mixta1. Otros sistemas de clasificación incluyen otros subtipos menos frecuentes como la morfea guttata y la ampollosa.
La morfea generalizada se describe como aquella en la que existen 4 o más placas de al menos 3cm, que confluyen y afectan 2 o más regiones anatómicas. La morfea generalizada debe distinguirse de la esclerosis sistémica, fundamentalmente por algunas características clínicas. La ausencia del fenómeno de Raynaud, esclerodactilia, afectación facial, alteraciones en la capilaroscopia, afectación visceral y autoanticuerpos específicos, orientan hacia el diagnóstico de morfea generalizada1,2.
Recientemente, Teske et al. realizaron un mapeo de lesiones en pacientes afectos de morfea generalizada, para intentar definir sus distintos patrones de presentación. Así, describieron 2 subtipos clínicamente relevantes: uno «isomórfico», con lesiones en las áreas de fricción cutánea; y otro «simétrico», con una afectación similar del tronco y las extremidades a ambos lados de la línea media. Este último patrón predominaba en varones y afectaba con más frecuencia a los planos profundos de la dermis, el tejido celular subcutáneo y la fascia3. Estos autores excluían de la clasificación a la «morfea generalizada unilateral», en la que las lesiones afectan exclusivamente un hemicuerpo, y que en la mayoría de las publicaciones se consideran como una morfea lineal4.
En la literatura existen varios casos de pacientes con una morfea generalizada y neoplasias de diversa índole, como pulmón y mama5. No obstante, y aunque la esclerosis sistémica se ha descrito como fenómeno paraneoplásico, la relación entre la morfea y el cáncer no está tan consolidada. Pese a ello, dada la posible asociación, parece recomendable realizar una anamnesis dirigida y un estudio adecuado para descartar la presencia de una neoplasia, especialmente en pacientes de mayor edad y con una morfea de inicio agudo y afectación extensa. Por otra parte, la morfea también se ha descrito como un cuadro inducido por distintos medicamentos. Concretamente, los más mencionados en la literatura son los inhibidores del factor de necrosis tumoral alfa6 (aunque, paradójicamente, el infliximab se ha utilizado en algunos casos de morfea generalizada con buena respuesta2). Recientemente, se ha descrito también un caso de morfea inducida por nivolumab7. Por ello, debe ser tenida en cuenta esta posibilidad cuando exista una relación temporal con la introducción de un nuevo fármaco.
En cuanto al tratamiento de la morfea, para las formas localizadas y superficiales son de elección los medicamentos tópicos. Entre ellos, las cremas de corticoides, tacrolimus, calcipotriol, e incluso de imiquimod al 5% han demostrado una mejoría clínica en varias series. Para las formas generalizadas o profundas, son más útiles los inmunosupresores y la fototerapia. Entre los primeros el más descrito y con mejores respuestas es el metotrexato, mientras que el micofenolato de mofetilo constituye una buena alternativa1. A medida que se descubren nuevas vías moleculares implicadas en la patogenia de la morfea surgen nuevas dianas terapéuticas. A este respecto se han descrito buenas respuestas con abatacept, imatinib, tocilizumab y apremilast (este último en modelos animales)8. En un futuro otros fármacos dirigidos contra ciertas interleucinas específicas podrían tener una gran utilidad.