Cuando mi maestra y amiga Aurora Guerra me pidió que escribiera acerca de mi faceta artística, mi primera sensación de grata sorpresa y orgullo rápidamente dejó paso a una cierta preocupación. ¿A quién le va a interesar el que yo toque el piano? Pronta, corrí a releer varios de los artículos publicados en este Rincón del Arte, con lo cual mi desazón fue in crescendo: los firmantes no eran únicamente dermatólogos de reconocido prestigio, sino que además se hallaban en posesión de una vena artística de indiscutible valor. Luego, de manera gradual, me fui dando ánimos pensando que quizá mi historia relate la de muchos otros anónimos compañeros que, al igual que yo, se iniciaron desde pequeños en la Música, aunque su vida profesional haya discurrido por otros derroteros. Quizá, sólo por eso mi historia pudiese justificar el encontrar un hueco en esta sección. Desde mi humilde condición de dermatóloga hospitalaria y pianista aficionada en sus ratos libres, tomé aire, me sequé el sudor frío que goteaba por la espalda y comencé a escribir estas líneas.
El piano: breve recuerdo históricoEl piano es el resultado de una larga evolución a través de los siglos. La cítara, originaria del Sudeste Asiático y África, es el primer precursor que se conoce, remontándose a la Edad de Bronce. Consistía en una tabla de madera sobre la que asentaban varias cuerdas que al vibrar producían sonidos. Posteriormente, se inventó el monocordio («una cuerda»), instrumento de larga cuerda única, que vibraba en una caja de resonancia de madera. Le siguieron el salterio, semejante a la cítara pero con caja de forma trapezoidal según la longitud de las cuerdas, y luego el dulcimer. Este último supuso un gran paso evolutivo, ya que sus cuerdas estaban diseñadas para percutirse, en lugar de tocarse con las uñas o con instrumentos punzantes. Esta idea de interponer teclas entre las cuerdas y los dedos u otros objetos se remonta a los siglos XII-XIII, y fue perfeccionándose con el clavicordio y el hapiscordio.
Alrededor de 1695, gracias al italiano Bartolomeo Cristofori, se produce un salto cualitativo en la evolución de estos instrumentos, una auténtica revolución, al diseñar un elemento que percutía las cuerdas de modo que se pudiesen modular tanto el tono como el volumen de las notas, magnificándose la expresividad musical. El piano-forte (fuerte-suave) se había inventado.
Médicos pianistasLa Medicina es una profesión frustrante. No importa la cantidad de conocimientos que atesores, ni importa el elevado número de éxitos terapéuticos que coseches, que más pronto o más tarde fracasarás. Es así. La Ciencia y nuestra inteligencia son limitadas, y desafortunadamente, no somos infalibles, pese al enorme esfuerzo que realicemos cada día. Creo que por eso hay un buen número de médicos con inquietudes artísticas, para que cuando nos alcance el fracaso (que en algunas ocasiones conlleva la muerte del paciente) tengamos algo a lo que aferrarnos, algo sublime, por encima de las miserias humanas que pueda consolarnos en esos duros momentos, algo que nos compense por nuestras limitaciones y nos permita soñar con la Perfección y aferrarnos a la Vida. Así es la Música, y así podemos sentirnos al tocar un instrumento. Quizá sea una forma de orar, o quizá sea una manera de autoengañarnos intentando demostrar que somos mejores de lo que parecemos, no lo sé. Sólo sé que después de un día duro, cuando estoy cansada o las cosas no han ido bien, me siento frente al piano y comienzo a acariciar sus teclas. Me reconforta.
Mi historiaFui pianista mucho antes que médico. A los cinco años les pedí a mis padres aprender música. Y es que intentar tocar la flauta en clase de la madre Dina no era para menos. No sólo tenías que arrancar sonidos al instrumento al unísono con las demás compañeras, sino que además debía reconocerse la melodía en cuestión y sonar bien, y claro, eso rozaba el milagro. Así que no me quedó más remedio que iniciarme en el solfeo para posteriormente matricularme en un instrumento musical. Cuando llegó ese momento, quizá fascinada por la manera en que tocaba mi profesora cuando nos acompañaba al solfear, o tal vez eclipsada por esos inmensos y majestuosos pianos de cola que adornaban salones y recepciones de hoteles, maravillando a todo el que se encontraba frente a ellos, no lo dudé y elegí el piano.
Llevo más de 20 años tocando el piano y cada día me sorprendo descubriendo nuevos matices a las partituras, escuchando de una forma renovada las mismas notas y los mismos silencios, y es que cada vez que se acarician las teclas, la misma melodía cambia, se transforma con lo que somos en ese mismo instante, por eso es algo tan íntimo, tan brillante, tan especial… y por eso, una vez que te acostumbras a sentir la simbiosis entre el instrumento musical y tú, ya no puedes deshacer el íntimo vínculo creado. Tú y el piano sois uno.
Nunca dejará de sorprenderme cómo la mezcla de 12 semitonos y el silencio puedan dar lugar a tantas y variadas melodías. Resulta pitagórico. Y es que, parafraseando a Albert Einstein: «la música es aquel placer del alma humana que proviene de contar sin que uno sea consciente de que está contando».
Probablemente nunca me ganaré la vida como pianista, ni falta que hace. El piano es para mí mucho más: me permite evadirme y expresarme, comunicarme sin necesidad siquiera de pensar o de articular fonemas. Quizá porque para la música, como para casi todas las cosas importantes en este mundo, sobren las palabras.
Carne de sueñoSin música la vida sería un error.
Friedrich Nietzsche
No tenía derecho a sorprenderme. Y sin embargo ocurrió.
No tenía derecho a sorprenderme cuando Beatriz, esa jovencita que parece la protagonista de un cuadro romántico —alta, delgada, con ojos profundos y soñadores— me dijo que tocaba el piano. Ni cuando comprobé con estupor que además de su valía intelectual, profesional y humana, era capaz de transmitir sus emociones, o lo que es lo mismo, parte de su identidad más íntima a través de la escritura.
Debería saber, porque la conocí durante los años de su formación como especialista, que además de una inteligencia sobresaliente, era portadora de una sensibilidad extraordinaria. Que su seguridad y entereza como médico y como especialista en Dermatología se alzaba sobre una estructura de cristal, sobre un alma de rosa, sobre una carne de sueño.
Beatriz Pérez —Beayomisma se nombra en las redes internaúticas— es el ejemplo de la personalidad imposible, inconsecuente, incompresible, deseable y deseada. Porque sabe ser a la vez firme y tierna, sensible y fuerte, experta y confiada, soñadora y llena de humor, impertérrita ante las dificultades, inflexible frente al enemigo, dulce y entregada con el amigo. ¿Es una mujer renacentista? Más que eso. Porque no sólo es capaz de cultivar artes y ciencias múltiples, sino que es además mujer de su mundo, actual, moderna, evolucionada, suficiente por sí misma. Y buena.
En ese mundo difícil en el que se desenvuelve con soltura, el piano es para ella algo así como el paisaje que la sostiene. O como el castillo del caballero. El lugar donde pasear o donde esconderse. Donde exponer su alegría o donde esconder su tristeza. A quién hablar o a quién escuchar. Es la prolongación de ella misma, el alma de plastilina que puede modelar con sus manos. Alguien que nunca dice no. Que nunca se esconde. Que nunca falla. como ella misma.
Recuerdo momentos de risas comunes, de chistes, de confidencias, de estudios, de trabajos, de luchas… y ella siempre estuvo a la altura, sin dejar de mostrar, de forma implícita, como en un holograma, ese aire esencial de princesa de cuento. Eso es Beatriz: carne de sueño en un mundo de hierro.
Sé que parece que la quiero, y por eso hablo bien de ella. Pues es verdad. La quiero.
Pero estoy segura de que además, se lo merece. ¿O no les gustaría haber tenido una hija, una novia, una amiga, una alumna como ella?
Pues yo la he tenido.
A. Guerra