La ética de la profesión médica ha sufrido una evidente evolución histórica. Médicos, sacerdotes y gobernantes coincidían a menudo en la misma persona. Con la aparición de la medicina científica se discriminan las funciones pero siguen dominando una extraordinaria autoridad moral y un alto privilegio social. Desde estas premisas, se desarrollará la ética de la profesión médica sobre la base de una moralidad especial, que implica unos derechos y unos deberes especiales (paternalismo, secreto médico). Diferentes hechos históricos inciden en esta situación largamente mantenida llevando a una crisis de los paradigmas establecidos hacia mediados del siglo xx.
Desde hace unas décadas, la ética médica se apoya en la libertad para elegir qué quiere uno hacer con su cuerpo y su salud. La eutanasia, el aborto, la información de beneficios y perjuicios, las decisiones terapéuticas compartidas con el enfermo y/o con sus familiares, la diferente elección en la sanidad pública o privada, la guías terapéuticas, la ampliación del ejercicio más allá de la enfermedad, llegando a la prevención y a la búsqueda de la belleza mediante técnicas estéticas, junto al papel trascendente de los gestores en la asistencia médica (recursos), entre otras cuestiones, crean un nuevo modelo todavía mal definido.
Se hace necesaria una nueva ética plural que integre religiones, creencias y formas de vida diferentes, pero que a la vez sea racional, universal, sometida siempre a revisión, aspirante perpetua de la excelencia científico-técnica y moral. Esta ética debería además enseñarse en las facultades de Medicina, ya que debería ser mucho más que el fruto de unas buenas intenciones.
Medical ethics have evolved over time, and ethical responsibilities have often been shared by priests, the governing classes, and physicians. The emergence of scientific medicine led to the separation of functions, yet physicians have nonetheless continued to enjoy an extraordinary degree of moral authority and great social privilege. From this starting point, professional medical ethics developed as a specific moral system based on special rights and duties (paternalism and medical confidentiality). Various historical events brought this longstanding situation to a point of crisis toward the middle of the 20th century, and for several decades since, medical ethics have been based on freedom of choice for the patient with regard to decisions about his or her own body and health. Recent developments have created a new, still poorly defined model that takes into consideration such matters as euthanasia, abortion, provision of information on the benefits and harm of treatments, the sharing of therapeutic decision-making with the patient and/or family members, the choice of public or private medical providers, therapeutic guidelines, and the extension of the scope of practice to include preventive measures and cosmetic procedures. What is needed now is a new ethical system for plural societies that harbor different religions, beliefs and lifestyles, but that is also rational, universal and subject to ongoing revision—a system always striving for scientific, technical and moral excellence. Such an ethical system would have to be taught in medical schools, as it would need to bear fruit beyond mere good intentions.
Hablar de Dermatología y Ética en sus concepciones actuales no es fácil. La primera se consolidó como parte imprescindible de la moderna ciencia médica a partir de la segunda mitad del siglo xx. Justo en ese mismo periodo comenzó la crisis del paradigma clásico de la ética de la profesión médica fundamentado en el paternalismo y comenzó a dibujarse uno nuevo que se apoya en el respeto a la libertad para elegir qué quiere uno hacer con su cuerpo y su salud. Trataremos de dar razón de esta afirmación en las páginas siguientes. Pero de cómo afecta este nuevo paradigma a la Dermatología no sabemos mucho, pues no hay estudios en ese sentido. Terminaremos demostrando la necesidad de que se realicen.
El paradigma ético clásico de la profesión médicaSe acepta de forma general que es Hammurabi (1728-1686 a. C.) quien va a dictar, por primera vez en la historia de la humanidad, las primeras reglas de moral objetiva relacionadas con el acto de sanar, estableciendo con ellas la responsabilidad jurídica del curador frente al paciente a través del establecimiento de un régimen de retribuciones y castigos en función de los resultados. En el famoso código que lleva su nombre dedica 10 normas breves a la práctica médica y 282 reglas relativas a los honorarios y sanciones que deben aplicarse cuando los resultados de la acción sanadora no son los esperados1. Queda perfectamente establecida, con esta regulación de honorarios y sanciones, por primera vez, la responsabilidad social del sanador al ser reflejada en las leyes2. Aclaremos que hablamos de reglas relacionadas con la acción sanadora y no con el ejercicio de la profesión médica, pues lo que el Código de Hammurabi regula no es la profesión médica, sino la práctica de un oficio manual indudablemente más elevado que los demás, pero oficio al cabo. Es difícil entender la evolución histórica del paradigma ético de la profesión médica sin establecer previamente una serie de cuestiones aclaratorias referidas al papel del médico en la sociedad en las distintas culturas y en los diferentes momentos históricos de los colectivos sociales. La primera y fundamental es la diferencia entre profesión y oficio. De ahí, de esa concepción del ejercicio médico, derivará todo.
Etimológicamente, profesión viene del latín «profesio», que se refería a la promesa pública de cumplir con una serie de obligaciones y actividades, y la aceptación por parte de la sociedad de ese compromiso. De ahí que se aplique el término profesión para identificar aquellas acciones que se realizan en beneficio de la colectividad. Esta, a su vez, coloca a los ejercientes de la profesión en una situación de privilegio social. Con los oficios no ocurre. Esto es, en esencia, lo que les diferencia. Tradicionalmente, las profesiones han sido muy pocas, condición imprescindible para gozar de un gran prestigio social. Se pueden reducir a 3: sacerdotes, gobernantes y médicos. Hasta que llega la medicina científica, el primer y el tercer grupo coinciden, frecuentemente, en las mismas personas y en algunas culturas arcaicas, incluso los 3.
En el año 1949, Talcott Parsons publicó su libro Essays in sociological theory (Ensayos de teoría social, Paidós, Buenos Aires, 1967), en el que deja sentado que las profesiones son muy pocas y quedan reducidas a esos 3 espacios citados más arriba: el teológico (sacerdotes), el jurídico (reyes, gobernantes, jueces) y el sanitario (médicos). Al estudiar las profesiones, Parsons se dedicó al análisis de la medicina pues, en su opinión, era la única profesión que había sido capaz de asumir la evolución de la ciencia, entendiéndola, por tanto, como el paradigma moderno de profesión3. El prestigio social que la colectividad otorga a las profesiones permite normativizar, por parte de quienes las ejercen, la vida de los ciudadanos y dictar pautas de conducta en cuanto a lo que es correcto y lo que no lo es. Hay 5 notas particulares que definen el papel sociológico de la profesión: elección, segregación, privilegio, impunidad y autoridad3. Con el discurrir del tiempo, estas 5 características han ido modificándose en su formulación externa, pero en lo esencial han permanecido. Vamos a tratar de describirlas brevemente:
- 1.
La elección en las culturas antiguas, del que estaba llamado a ocupar un papel destacado en la sociedad, se consideró divina. Por ello, pueden y deben desempeñar tan alta función en el seno de la comunidad. Tienen un don especial que les ha sido dado y que les diferencia del resto de los miembros del grupo al que pertenecen. Y, a fin de ser diferenciados, utilizan signos externos para que la comunidad les identifique como los elegidos, los llamados a desarrollar ese papel exclusivo dentro de ella.
- 2.
La segregación viene dada por su condición de señalados, de no ser igual que el resto de los miembros de la colectividad. El médico tiene en su mano la vida y la muerte de los demás. Esto le hace especial. No es una persona normal. Es respetado y temido a la vez. La sociedad quiere tenerlo a una cierta distancia pues, ya que no es una persona normal, no debe convivir en condiciones de igualdad con los demás miembros del grupo.
- 3.
El privilegio es consecuencia de las 2 notas anteriores. La sociedad, por su propia condición, le coloca en una situación de privilegio. Y ya que es el artífice de la norma, no tiene que estar sometido a esta. Le están permitidos, pues, actitudes y actos que a los demás les están vedados. Por tanto, se establece un doble privilegio: ser fuente de la norma y no estar obligado a cumplirla.
- 4.
Los individuos que gozan de tal poder social y de tales privilegios difícilmente pueden ser sometidos a los dictados de la justicia. Luego, en mayor o menor medida, gozan de impunidad jurídica. El médico, a lo largo de la historia, no ha gozado de una impunidad jurídica de derecho, pero sí de hecho. Testimonios tenemos muchos. Si comenzamos con el Código de Hammurabi, podemos recorrer la historia hasta mediados del siglo xx de ejemplo en ejemplo. El Código de Hammurabi establece, como ya hemos dicho, penas para los cirujanos, que era un oficio, pero no para los médicos, que era una profesión. Y así hasta hace poco.
- 5.
Y, por último, hablamos de la autoridad moral, ya que tienen en su mano la vida y la muerte, una situación de privilegio social, que dicen lo que hay que hacer, lo que es malo y lo que no lo es, fijan las costumbres, es decir, la moral, se les exige y se les permite eso: una moralidad especial, por encima de la moralidad común. Esa moralidad especial viene dada por su condición de líderes, de espejo en el que la gente se mira, de ejemplo a seguir. En esa moralidad especial cabe el deber de secreto y el de beneficencia para con los demás, incluso, cuando no se espera percibir beneficio económico a cambio del servicio prestado.
La sociedad espera la excelencia moral del profesional. De ahí viene también la impunidad jurídica como reverso de esa moneda. El papel tan importante que desarrolla dentro del grupo debe ser ejercido por personas moralmente intachables y, por tanto, no deben estar sometidas a la justicia a la que el común está sujeto3.
Pero además de estas notas singulares, que determinan la posición del médico en la colectividad, hay otros rasgos que describen la profesión médica, quizá de una forma más concreta. Parsons, en su obra citada arriba, establece 4:
- 1.
Universalismo. Del médico se espera que trate a todas las personas por igual, independientemente de su posición social, raza, credo, cultura, etc.
- 2.
Especificidad funcional. El profesional ocupa un lugar de excepción dentro de la colectividad, lo que le otorga un gran poder, que viene dado específicamente por la profesión que ejerce.
- 3.
Neutralidad afectiva. La posición de dominio que ejerce sobre sus pacientes no puede ser usada en beneficio propio para lo que debe ejercer un buen autocontrol.
- 4.
Orientación a la colectividad. Se espera del médico que ponga el bien común por encima del individual y que, por tanto, siga ejerciendo su cometido, incluso, en condiciones adversas, aunque no se le pague, por ejemplo, en contra de lo esperado de los oficios.
Estos 4 rasgos se pueden resumir en 2: posición socialmente privilegiada y gran poder y autoridad moral. Esto le llevó a Max Weber a considerar que las profesiones clásicas funcionan como monopolios y que son instituciones sociales «positivamente privilegiadas», al contrario que los oficios que se rigen por los principios del libre mercado y por ello mismo son instituciones sociales «negativamente privilegiadas»3.
Estas características dotarán al médico de una ética en la actuación profesional y en su vida como ciudadano que pervivirá a través de los siglos. Desde estas premisas se desarrollará la ética de la profesión médica sobre la base de una moralidad especial, distinta de la del común, que implica unos derechos y unos deberes. Se define una forma de actuación, arrancando de la medicina mágico-sacerdotal y llegando hasta bien entrado el siglo xx, que irá dibujando primero, consolidando después y siendo siempre pauta de actuación y que hemos definido como ética paternalista. Es el paradigma clásico de la ética de la profesión médica del que tenemos noticias documentadas en la medicina mágica y que ya en la medicina técnica griega alcanzará su máxima expresión en el Corpus Hipocraticum, y como ejemplo paradigmático universalmente aceptado en el juramento de Hipócrates. Establece este paradigma, como características principales, que el poder y la autoridad de definir lo que es bueno o malo para el paciente están solo en las manos del médico como responsable de los bienes primarios que son la vida y la muerte de sus semejantes. Su comportamiento con el enfermo es comparable con el de un padre que decide unilateralmente lo que es bueno para su hijo, pero sin contar con él para nada a la hora de definir su beneficio. Niega rotundamente la autonomía del paciente para decidir qué es lo que quiere para sí, qué es lo que cree que le conviene para su salud, siendo inherente a este tipo de ética, principio básico e indiscutible, el atribuir al médico y solo al médico esta capacidad.
Otra cualidad que define el paradigma clásico es la de la guarda del secreto médico. Su origen, documentalmente, lo situamos en el juramento hipocrático. Es un deber moral del médico y a este le corresponde valorar lo que no debe trascender. Pero un deber que no se corresponde con el derecho del paciente a la confidencialidad. No es que el enfermo tenga derecho a que se respete y se silencie lo que el médico ha conocido en el trato con él, sino que es un deber autoimpuesto por el médico, que goza, como ya hemos dicho, de una moralidad especial, superior y distinta de la de los demás, que se obliga a sí mismo mediante juramento a esa guarda del secreto profesional3.
Hoy la medicina paternalista está muy denostada, a veces, incluso, podemos tener la sensación de que hay un cierto tinte de vergüenza al hablar de esta forma de entender la actuación profesional del médico, pero no debemos olvidar que desde estos postulados éticos, durante más de 3 milenios y medio, demostrables documentalmente, los que nos precedieron en el arte de curar escribieron y nos legaron la historia de un deseo, de un desafío, de una pasión: ayudar a nacer, curar la enfermedad, aliviar el dolor y auxiliar, cuando lo inexorable llega, a los que son iguales que él. Fueron médicos. El respeto a su memoria nos honra.
La adaptación de los paradigmasLos avatares históricos, la evolución de la sociedad y el progreso científico van modulando una personalidad profesional, mudable a lo largo del tiempo, en la que el cambio de los paradigmas influye decisivamente haciendo que redimensione los postulados éticos a los que alivia de peso vocacional y dota, cada vez más, de reglamentación conductual. En todas las actividades humanas hay un modelo establecido que las explica y que además sirve para abordar las cuestiones más o menos complicadas que puedan presentarse. Con la evolución de la actividad van surgiendo nuevos datos y nuevos problemas que la modifican. Hay 2 formas de afrontar e integrar esos nuevos horizontes que se plantean.
La primera es adaptar el modelo, el paradigma de esa actividad, transformándolo para que pueda admitir ese nuevo fenómeno. Es la llamada vía de la evolución pacífica o «cambio paulatino y progresivo». La segunda posibilidad es abordada cuando se cree que los nuevos datos son imposibles de encuadrar dentro del paradigma, aunque este se amplíe. Se procede al cambio radical, estructural, del paradigma existente. Es la llamada vía de la revolución o del «cambio drástico, radical o estructural». Normalmente, se opta por lo primero y si los datos son difícilmente integrables, se recurre a la segunda posibilidad. En la ciencia, entonces, se produce la llamada «revolución científica»3.
Los 2 síntomas que se aceptan como determinantes de que el paradigma clásico de las profesiones ha entrado en crisis coinciden en esta época: Los conceptuales o teóricos y los sociales o prácticos. Por razones de espacio, no entramos en su análisis. Ya lo hicimos en su momento y a ellos nos remitimos1. Podemos concluir con que las crisis se originan por un conflicto entre lo establecido y la aparición de nuevas circunstancias y posibilidades que ponen en cuestión la operatividad de lo que se venía haciendo, planteando su modificación en algunos casos o su desaparición en otros, según las 2 vías definidas más arriba.
Crisis y nuevo paradigma ético de la profesión médicaA comienzos del siglo xix, la publicación del libro de Thomas Percival, Medical ethics, of a code or institutes and precepts, adapted to the professional conducto of physicians and surgeons, Inglaterra, 1803, significará un punto de inflexión en la ética médica, pero será en la centuria siguiente cuando los avances científicos, los terribles sucesos de la Alemania nacionalsocialista, el proceso de Núremberg y sus consecuencias, las explosiones atómicas, la crisis general del paradigma clásico de las profesiones, los códigos deontológicos y la llegada de la bioética marquen un nuevo y definitivo rumbo en la ética médica. Estos hechos mencionados son la consecuencia de la vertiginosa evolución de una sociedad que ha cambiado su estructura mental, individual y colectiva, y que, como consecuencia de ello, cambia sus postulados filosóficos, su escala de valores, su moral y su estilo de vida. Esto conlleva el cambio de las estructuras organizativas y surge la necesidad, en el seno de la propia sociedad, del afloramiento de alineaciones estructurales, aportadoras de nuevos sistemas y nuevas formas de actuación, que influirán en el gobierno de las cosas. En lo que respecta a nuestra profesión, la fuerza del cambio no vendrá de dentro sino de fuera, fundamentalmente sobre la base de la presión ejercida por las organizaciones civiles y por las sentencias judiciales. Dará el primer y significativo aldabonazo en 1914 el juez Benjamín Cardozo, en su sentencia del caso Scholendorf contra la Sociedad del Hospital de Nueva York. Lo importante de esta sentencia no está en el fallo judicial propiamente dicho, sino en los argumentos que lo sustentan: «Todo ser humano adulto y con plenas facultades mentales tiene derecho a determinar lo que va a hacer con su propio cuerpo, y un cirujano que realice una operación sin el consentimiento de su paciente comete una agresión a la persona, siendo responsable de los daños que origine»4.
Todo empieza a cambiar y la concepción de que los sujetos ejercientes de las profesiones son elegidos por estar dotados de unas cualidades extraordinarias que les segrega y les permite gozar de una situación de privilegio, cuya expresión es la impunidad jurídica y la autoridad moral, se va debilitando y, por fin, comienza a desvanecerse a mediados del siglo xx. No parece que la sociedad, que surge y se desarrolla después de la Segunda Guerra Mundial en los países avanzados, esté por tolerar la impunidad jurídica ni acepte lo de la moralidad especial, aplicable a algunos, distinta de la moral común. Se admite una moralidad común, con matices, en función de la actividad o del papel social que cada uno tenga y se exigen unos mínimos marcados por el derecho que eviten la ignorancia, la impericia, la negligencia o la imprudencia en el ejercicio de las profesiones. Y todos deben tender a la excelencia, profesional y moral, sin distinción de la actividad que realizan. Y cuanto más elevado sea el papel que se desempeña, mayor debe ser la exigencia ética y jurídica3.
La ética médica tradicional se verá afectada por estos cambios. Desde mediados del siglo xx, y merced al vertiginoso desarrollo de los conocimientos científicos y de la creciente toma de conciencia de la sociedad sobre el respeto a la autonomía y a las libertades individuales de creencia, elección, etc., ha hecho que el paradigma clásico de la profesión médica y la ética que le soporta entre en crisis. Los postulados que aporta el código ético por antonomasia sobre el que se ha apoyado la ética médica tradicional han ido perdiendo su vigencia:
La defensa de preceptos como los de compartir sus bienes con los maestros, enseñar el arte de curar a los hijos de estos, prohibir la cirugía o ejercer, desde un concepto sacerdotal, una práctica no remunerada no tiene hoy mucho sentido.
La prohibición del aborto y la eutanasia se ha visto matizada sustancialmente por la despenalización del aborto terapéutico, profiláctico o por violación y por el cuestionamiento que ciertos movimientos políticos y sociales hacen de esta prohibición en cuanto defienden la libertad del individuo para elegir las condiciones de su propia muerte. La legislación de algunos países se mueve en estos ámbitos.
En cuanto al secreto profesional, tal como lo entiende el paradigma clásico, ha desaparecido5. Los principios de beneficencia y no maleficencia, piedras angulares del paradigma ético clásico, están adquiriendo una connotación muy diferente de la que tradicionalmente tenían: el principio de beneficencia, del que se deriva la actitud paternalista, toma otros derroteros. Siendo el médico el que sabe lo que es beneficioso para el paciente, hay que ser conscientes de que este ha tomado conciencia de que aquel y su ciencia no son infalibles y, por otro lado, de que él tiene también noción de su propio beneficio. De ahí viene la solicitud de información de los aspectos beneficiosos y perjudiciales, que se derivan de la recomendación exploratoria o terapéutica que el médico propone, antes de ofrecer su consentimiento a esta, buscando el beneficio que, desde su propia perspectiva, quiere para sus males. Desde este punto de vista se plantea que las decisiones terapéuticas deben ser compartidas con el enfermo y/o con sus familiares. El médico tiene la responsabilidad de poner a disposición del enfermo todo su saber y capacidad profesional, pero no debe sentirse el dueño y único responsable de la vida de este y debe, en todo caso, respetar sus derechos fundamentales. Pasamos de una relación de verticalidad en la toma de decisiones a una de horizontalidad, es decir, de decisiones compartidas. En cuanto al principio de no maleficencia, hay que profundizar más en la preocupación por no hacer daño, no solo corporal sino psíquico, que el médico puede causar con actitudes cerradas y negativas, y falta de capacidad para aceptar las diferencias morales o de cosmovisión que pueda tener con el enfermo5. Sin embargo, hay preceptos que continúan y continuarán vigentes. Es el caso del respeto a los maestros, al enfermo, a uno mismo y a la profesión médica como norma general que emana del juramento. Lo mismo ocurre con la idea implícita de que el médico debe ser un individuo capaz, cauto y sensible5.
Pero la prevalencia de lo contenido en estos últimos párrafos no da suficiente espacio como para que sea posible adaptar el antiguo paradigma a las nuevas exigencias. Por tanto, si admitimos que la solución no es adecuar el paradigma clásico a la nueva situación, estamos admitiendo que hay que determinar un nuevo paradigma profesional.
¿Y cuáles deben ser las nuevas normas que encuadren las profesiones en general y la medicina en particular? Apuntamos unas bases para la hipótesis.
Las 2 cotas de la vida moral de las personas y, por tanto, de la ética profesional son el nivel público, que establece una ética de mínimos, y el nivel privado o de la ética de máximos3.
La primera viene dada por los principios de no maleficencia y justicia, y es prerrogativa del Estado. Es universal y obliga a los miembros de la sociedad. En el plano de la salud, se puede equiparar la ética de mínimos con una salud de mínimos, que sería la que el Estado debe garantizar a todos los miembros por igual, según el principio de justicia. Esto, que parece como muy natural, no ocurre en muchos países en los que los ciudadanos no tienen acceso a los servicios sanitarios más básicos. En todo caso, deberá exigirse la responsabilidad jurídica de las acciones profesionales médicas, respondiendo el profesional ante la justicia por sus actos de ignorancia, impericia, imprudencia o negligencia6.
La segunda, de la ética privada o de máximos, soportada por los principios de autonomía y beneficencia, entra en el terreno de las aspiraciones personales en cuanto que la tendencia a la felicidad es un proyecto personal que debe ser constituido autónomamente. A diferencia de la salud de mínimos, que la entendemos como un deber del Estado, la salud de máximos es prerrogativa individual y cuando los Estados han intentado entrar en ese terreno han sido Estados totalitarios, que además han fracasado en el intento6.
Para terminar estos trazos gruesos sobre el nuevo paradigma profesional, en cuanto a la ética de la profesión médica que se ha abierto paso en el siglo xx, queremos hacer una breve referencia al secreto profesional, como ejemplo del cambio, comparándolo con su concepción anterior. Ya hemos dejado sentado cómo era un deber imperfecto en cuanto que no dimanaba del derecho del otro. Era un deber autoimpuesto y el privilegio profesional otorgaba al médico la gradación o cuantificación del deber de guarda. Ya no es así. El deber de secreto profesional viene, ahora, del derecho de los ciudadanos a la intimidad, privacidad y libertad de conciencia. Y es este derecho el que genera un deber en el profesional, que accede a la intimidad y la privacidad del ciudadano, de respetar esos aspectos. Las leyes de las naciones libres, entre otras la del Reino de España, reflejan y tipifican como delito la vulneración de esos derechos, estableciendo gradaciones diferentes según sean oficios o profesiones. No reconocen una moral especial para las profesiones, pero establecen su diferenciación y las distinguen con una cualificación especial en cuanto que su actividad afecta a las dimensiones más sensibles del ser humano6,7.
Otro aspecto que hemos de destacar es el papel de las religiones. Secularmente, la ética médica ha estado influida por los principios y mandatos morales que emanaban de ellas. En estos momentos nos encontramos que en una institución sanitaria se dan cita y pueden convivir enfermos de distintos credos religiosos, agnósticos y ateos, cuyos códigos morales son muy distintos. Las instituciones tienen la obligación de ser respetuosas con la libertad de conciencia, por lo que deberán establecer unos mínimos morales exigibles a todos. Estos no pueden fijarse desde la óptica de los mandatos morales que indican las religiones, sino desde criterios seculares, civiles o racionales. Por ello, y desde este convencimiento, la corporación médica deberá, si quiere recuperar el papel social que le corresponde, establecer un nuevo paradigma profesional que hunda sus raíces en la tradición médica y en una nueva ética médica que desde criterios civiles y no religiosos sea pluralista, participativa, deliberativa, basada en la responsabilidad, autónoma, racional y universal. La ética moderna debe ser pluralista, es decir, que acepte la diversidad de enfoques y posturas e intente aglutinarlos y conjugarlos en una unidad superior, siendo esta postura no una cortapisa, sino una aspiración en cuanto que puede dar lugar a una ética universal verdaderamente humana. Frente al individualismo interpretativo y decisorio debe alzarse la participación en la discusión, dentro del proceso deliberativo, de todos los agentes afectados por la norma o la decisión que se debe tomar. La deliberación moral es un proceso de búsqueda conjunta y participada de la verdad que se ve enriquecida enfrentando los distintos valores morales implicados. El resultado final gozará de una categoría superior que la que tenía al principio cada uno de los componentes. Es la función de los comités asistenciales de ética.
A medio camino entre las éticas estratégicas (para beneficio de unos pocos) y las éticas de la convicción (maximalistas) se hallan las éticas de la responsabilidad, propias del siglo xx. Este tipo de ética, creada y defendida por Max Weber, parte del principio de que todos los seres humanos son sujetos morales merecedores de consideración y respeto, por lo que deben participar en el proceso de elaboración de las normas y decisiones que les afecten, manifestando y haciendo valer sus principios morales, creencias, necesidades e intereses, a la vez que vienen obligados a tener en cuenta los de los demás. Una ética autónoma es la que considera que el criterio de moralidad no es otro que el ser humano y esta razón, la razón humana, es la que se constituye en norma de moralidad. Es la conciencia humana y la voz de esa conciencia las que se constituyen en norma y tribunal inapelable.
El que la ética deba ser racional no quiere decir que sea racionalista en cuanto que no puede establecer sistemas completos y autosuficientes, pues la razón humana tiene siempre un carácter abierto, con un momento a priori o principialista y otro a posteriori o consecuencialista. La razón ética, por tanto, debe desarrollarse a ese doble nivel. Por último, una ética médica moderna debe ser universal, abierta siempre a un constante proceso de revisión y debe ir más allá de los puros convencionalismos morales y aspirar al establecimiento de leyes universales que sirvan para todos, en todos los momentos, circunstancias y lugares7.
Queremos anotar la observación de que hoy el mundo de la medicina no está en manos de los médicos y de los beneficiarios del saber médico, que son los enfermos. Los gestores de la asistencia sanitaria han introducido un factor de distorsión en la evolución de la profesión que hace que los que deberían ser los artífices de esta queden relegados a un plano secundario. Desde el momento en que los conceptos economicistas ocupan lugar prioritario en la gestión médica, todo es distinto. Las teorías y los principios éticos que sustentan nuestro quehacer profesional diario tienen en cuenta que los recursos son limitados, pero en absoluto contemplan la posibilidad del rendimiento en términos económicos en el ejercicio médico. Los métodos diagnósticos y terapéuticos son analizados por el médico en cuanto que son portadores de efectos positivos e indeseables para el enfermo. Las guías terapéuticas que elaboran los gestores de la administración para la medicina pública, o los de las empresas para la privada, están analizadas desde la óptica de la economía. El profesional que atiende en la consulta o en la sala del hospital a sus enfermos se ve cada día más presionado por esa pléyade de burócratas y el sinnúmero de recursos utilizados para guiar su prescripción. Hay que estar muy bien dotado, ética y moralmente, para aguantar las presiones que nos llegan desde los centros de decisión política y empresarial, y actuar libremente según ciencia y conciencia. Y, a todo esto, sumarle la presión asistencial, la ansiedad del que sufre y de su familia, la exigencia constante y no siempre leal del asistido y un, cada día más, largo y desmesurado etcétera. Son las consecuencias de la medicina socializada imperante en nuestra nación y del principio de autonomía que ha desplazado el establecimiento de la necesidad sanitaria del médico al usuario. Por ello es necesario contemplar como imprescindible la dotación desde la facultad, junto a los rudimentos del conocimiento científico, de una buena formación ética del estudiante de medicina que debe saber desde el primer día que ha elegido algo distinto, que no le hace mejor ni peor, sino que le hace diferente de otros jóvenes que tratan de encontrar su camino y definir su futuro en otras aulas, en otras disciplinas y en otras ocupaciones: que debe comenzar a recibir una enseñanza que le otorgará los rudimentos básicos para el conocimiento de las claves que rigen la vida y la muerte, el dolor y el sufrimiento humano, y ese conocimiento lleva incluidos los recursos para aliviar esos problemas de los que son iguales a él y que serán el objeto y el afán de sus días como profesional, desde una relación normalmente de asimetría en la que tiene el ineludible deber del acatamiento de unas reglas que aseguren el bien para el enfermo desde el más absoluto respeto a su libertad individual. Y que aprenderá unos métodos basados en unos paradigmas que es posible que el discurrir del tiempo recuse como poco eficaces o, incluso, equivocados. Que estos métodos curativos no siempre servirán para detener el inexorable discurrir biológico del ser humano y algunas veces ni siquiera para atajar el sufrimiento. Que no siempre tendrá la comprensión de pacientes, familiares y compañeros. Pero también debe aprender que cuando sus métodos se demuestren imperfectos, insuficientes o inútiles, quedará su valor como persona, su identificación como semejante, su respeto a la vida, a la libertad del otro y su amor por el que sufre.
Hemos de terminar diciendo que el nuevo paradigma de la profesión, siguiendo a Diego Gracia3, debe asentarse sobre la base de la búsqueda de la excelencia como santo y seña de la profesión médica frente al conformismo de la no negligencia.
Por ello, entre las virtudes e ideales a los que el médico debe tender en su ejercicio, no podemos olvidarnos de la aspiración a la excelencia moral, en cuanto disposición del carácter, que desarrolla los deseos adecuados para las acciones correctas, superando los mínimos morales de las obligaciones. Desde Aristóteles se acepta que las virtudes humanas, en cuanto disposiciones para actuar, sentir y juzgar, se desarrollan desde una capacidad innata a la que se añaden un aprendizaje y un ejercicio de la cualidad. El carácter así formado y la sustanciación en actos de este es su modelo de excelencia moral8. Las personas excepcionales, héroes y santos, han llevado la excelencia moral hasta límites casi sobrehumanos. En el ejercicio médico los ejemplos forman legión. No es este el momento ni el lugar para analizar los ejemplos que la historia de la medicina nos ha servido. Pero no hace falta mirar tan alto. Los héroes y los santos, incluso los de la medicina, están para los altares y la veneración. El ejercicio diario de la profesión ocupa, normalmente, cotas infinitamente más bajas.
La búsqueda de la excelencia profesional debe partir de que los actos médicos han de cumplir 2 requisitos fundamentales: la corrección y la bondad.
La primera cualidad hace referencia a la preparación técnica del médico y a la adecuada aplicación de esta. Lo mismo que hay malos conductores o malos pintores, hay malos médicos que no están suficientemente preparados y no usan adecuadamente los métodos diagnósticos y terapéuticos que el saber científico ha puesto a su alcance. La segunda cualidad hace referencia a la condición moral del médico, a la bondad humana que posee o de la que carece y el reflejo que sus valores morales tienen en los actos que realiza. «La pericia en el arte de curar define la corrección técnica del ejercicio médico y convierte a quien lo realiza en buen médico; la bondad humana, por su parte, define la bondad moral del profesional, y hace de el un médico bueno»7.
Es imprescindible que estos 2 factores vayan unidos, pues la falta de uno de ellos resulta incompatible con el adecuado ejercicio de la profesión. Refiriéndonos al segundo de ellos, no hay que olvidar que por mucho que el individuo y la colectividad se esfuercen, siempre se escapa algo a la normativización de las cosas. Las reglas, los principios éticos, los códigos y las leyes, nutridos desde las corrientes de pensamiento, llegan hasta donde llegan. Pero siempre hay algo que no puede ser contenido en ellas. Ni siquiera interpretándolas desde el espíritu que las alimenta. Más allá de la ética, de la deontología y de las leyes, queda un espacio donde habita lo más íntimo del ser humano y que no siempre puede ser contenido en estos pilares sobre los que se asienta el ejercicio médico. Hablamos de los sentimientos.
No se puede reglamentar la actitud del médico a la cabecera del enfermo terminal, afectado de cáncer, tratando de aliviar su dolor, su angustia y la de la familia que le rodea. Y esa actitud, indudablemente, tiene algo de aprendida, de académica. Pero en ella hay, también, un sentimiento inequívoco de compasión, de deseo de ayudar al que sufre, de presencia de ánimo ante el dolor del otro. Son el sentimiento del médico, la sensibilidad emocional, la responsabilidad moral profesional, la disposición personal, la ponderación, el discernimiento moral y el carácter. Sin estos atributos la ética médica sería una práctica fría. Dejaría de ser ética médica8.
El actuar médico se rige, además de por la ciencia aprendida, por principios éticos, normas deontológicas y cuerpos legales dados por los órganos legislativos de las naciones9. Pero los aspectos referidos al comportamiento emocional del médico, a la disposición anímica de servicio a los demás, al amor a la propia profesión y al enfermo, no caben en ninguna norma ética, deontológica ni legal de las que rigen la actuación médica. En la Edad Media, la gran medicina árabe acuñó un término para describir estas cuestiones de la moral médica que se encuentran en el mismo filo de lo razonable, rozando los más profundos misterios del ser humano. Lo llamaron «niya» y viene a determinar las más íntimas convicciones del alma del médico, que no provienen solo de la enseñanza recibida, ni de la experiencia adquirida en la atención de los problemas del quehacer diario, sino de lo más profundo del corazón10.
En los tiempos modernos, se le ha llamado vocación, virtud, espíritu de servicio y varias cosas más. Es difícilmente clasificable e imposible de cuantificar. Esto es lo que nos diferencia de otras profesiones y, sobre todo, de los oficios. No nos hace mejores ni peores. Nos hace distintos. Porque más allá de las corrientes de pensamiento ético, de los principios éticos, de los códigos deontológicos, de las reglas y de las leyes está eso: el corazón del médico. Dicho esto, volvemos al primer párrafo de este texto. Hablábamos de la coincidencia en el tiempo del asentamiento de la Dermatología como ciencia imprescindible de la moderna medicina con la crisis del paradigma ético clásico de la profesión médica y el comienzo del nuevo paradigma.
La Dermatología y el nuevo paradigma éticoEn 1986, en los EE. UU., Faden y Beuchamp11 publicaron un estudio del grado de aceptación y cumplimiento del consentimiento informado. Resumían este con la célebre frase de «Todo ha cambiado y todo sigue igual» y, sacando los colores a la medicina americana, venían a poner de manifiesto que, si bien las estructuras sociales, culturales, políticas, legales y profesionales se habían adaptado al nuevo paradigma ético de la profesión médica, los médicos lo habían hecho en la forma pero no en el fondo. Varios años más tarde, Simón12, en España, publicó su trabajo, en el que desmonta los mitos creados en torno de esta misma cuestión.
¿Qué está ocurriendo en España en general y en la Dermatología en particular? ¿La dermatología española se ha adaptado al nuevo paradigma ético de la profesión? ¿Y los dermatólogos? Los estudios de que disponemos, bien sea publicaciones o tesis doctorales a disposición en la base TESEO, son parciales y no están referidos, que nosotros sepamos, a la Dermatología.
En nuestra nación, en este momento, conviven como dermatólogos autorizados oficialmente para el ejercicio 3 tipos de profesionales: los más veteranos que hicieron la especialidad vía escuela, los MESTOS y los más jóvenes, formados vía MIR. Los primeros y buena parte de los segundos no recibieron formación reglada durante la licenciatura en Ética médica, mientras que el resto sí que ha tenido la oportunidad, en su mayoría, de cursar dicha asignatura, bien sea como opcional u obligatoria. Luego ya partimos de una diferencia importante en la formación básica recibida. Todos han tenido igualdad de oportunidades en la posibilidad de formación posgrado, al menos teóricamente. Y la pregunta primera es sencilla: ¿qué conocimientos tienen los profesionales ejercientes de la Dermatología en los 3 pilares básicos que regulan el ejercicio: ética, deontología y leyes?
Las preocupaciones profesionales del médico son muchas aunque, en un afán simplificador, podemos resumirlas en 2 grandes apartados: preocupaciones técnicas y preocupaciones éticas. Las segundas podemos, a su vez, agruparlas por su relación en 3 grupos: las que le afectan en primera persona, como pueden ser el nivel de formación, la relación con los compañeros o la seguridad en el puesto de trabajo, entre otras; las derivadas de la relación médico-paciente, o las que dimanan de la relación con terceros (empresa, industria farmacéutica, etc.).
¿Cuál es la actitud del dermatólogo español ante los dilemas éticos que se le plantean en el ejercicio? Esa actitud vendrá dada por la formación recibida y las influencias externas, señalará en qué tipo de ética se desenvuelve, si se ha adaptado a los nuevos postulados éticos basados en el respeto a la autonomía del paciente y pondrá en la pista de la respuesta que va a dar a los problemas éticos diarios.
Y ese sería el meollo de la cuestión para saber dónde estamos y hacia dónde caminamos. La respuesta a los problemas éticos que cada día se plantean en la consulta, el quirófano o la planta del hospital. Es lo que hemos llamado la «ética de los problemas diarios» y que viene a constituir la inmensa mayoría de los dilemas éticos del médico. Dilemas, por otra parte, que, normalmente, tiene que resolver en solitario, sobre la marcha, sin tiempo ni disponibilidad para consultarlos, no ya con la comisión ética del hospital, sino tan siquiera con los compañeros de servicio. Y esta respuesta no va a estar muchas veces relacionada con la arquitectura ética del dermatólogo. Ejemplo: dermatólogo católico que, siguiendo los postulados de la Iglesia católica, está en contra del uso de métodos anticonceptivos y que para tratar a una paciente en edad fértil necesita aplicarle isotretinoína. ¿Qué hace? Y esto es solo un ejemplo entre 1.000; también podemos hablar del consentimiento informado, la relación con el paciente emigrante del que le separan barreras idiomáticas, religiosas, culturales, la relación con la Administración, que en estos momentos de rebaja de honorarios y aumento de horarios y fiscalidad puede ver afectada la calidad de la asistencia por influjo negativo en el ánimo profesional, la relación con la industria farmacéutica, la presión para la disminución del gasto y un larguísimo etcétera.
Es precisa la realización de estudios en este sentido. La pervivencia de la profesión médica con el nivel de respeto y dignidad que merece dependerá del enfoque ético de esta. Al igual que venimos obligados a honrar a los que nos precedieron, tenemos el deber moral de legar, a los que en el ejercicio de la más hermosa profesión de cuantas existen nos han de suceder, una herencia que les permita sentir el orgullo razonado y razonable que nosotros hoy manifestamos.
Responsabilidades éticasProtección de personas y animalesLos autores declaran que para esta investigación no se han realizado experimentos en seres humanos ni en animales.
Confidencialidad de los datosLos autores declaran que en este artículo no aparecen datos de pacientes.
Derecho a la privacidad y consentimiento informadoLos autores declaran que en este artículo no aparecen datos de pacientes.
Conflicto de interesesLos autores declaran no tener ningún conflicto de intereses.