En 1909, el dermatólogo español Juan de Azúa publica un trabajo donde recoge las principales características de las lesiones cutáneas de la dermatitis artefacta. En él, también presta una especial atención a la psicología de estos pacientes, al entorno familiar que los rodea y a la compensación que pretende conseguir el enfermo con la patomimia. Azúa confrontaba directamente al paciente con el diagnóstico, que demostraba mediante una cura oclusiva. Redactado en un estilo literario, al modo de la época, el artículo incluye las apreciaciones subjetivas de Azúa, que consiguen transmitir una imagen de estos enfermos mucho más cercana a la realidad que el lenguaje aséptico que tendemos a emplear hoy en día en la literatura médica.
In 1909, the Spanish dermatologist Juan de Azúa published a study of the main features of skin lesions in dermatitis artefacta. In the article, he paid particular attention to the psychological state of these patients, their family situation, and what they were hoping to gain with pathomimicry. Azúa directly confronted the patients with the diagnosis, which he demonstrated by applying an occlusive dressing. Written in a literary style typical of the times, the article includes the subjective impressions of Azúa, through which he manages to transmit a much more realistic image of these patients than that portrayed with the sterile language we tend to use in current medical literature.
Azúa presenta cuatro pacientes catalogadas como«histéricas», con la finalidad de diferenciar las lesiones ulcerosas que aparecen de forma espontánea en una de ellas, en contraste con las que son autoprovocadas por las otras tres pacientes histéricas. Resulta muy llamativa la descripción realizada por Azúa sobre la psicología de estas pacientes y su entorno, así como la forma que tiene de abordar estos casos. Además, se nos aclara en el artículo que en tres de estas pacientes se recogió un modelado de cera para ser expuesto en el Museo Olavide. Alguna de estas figuras ya ha sido recuperada y restaurada por parte de la Academia Española de Dermatología y Sifiliografía, con lo que cien años después aún podemos apreciar las lesiones de estas mismas enfermas, en tres dimensiones y a todo color (fig. 1).
El término«histeria»requiere una aclaración. Este diagnóstico ya no se incluye en las clasificaciones psiquiátricas actuales, prefiriéndose el de«trastornos conversivos», que no posee connotaciones tan peyorativas. La clínica de la histeria es muy variada, y consiste en diferentes alteraciones en la conciencia, en la motricidad y en el ámbito sensorial, que tienen un origen psíquico. Estos trastornos conversivos ocurren principalmente en personas egocéntricas, histriónicas y sugestionables, que pretenden ser el centro de atención de forma constante2. La catalogación de una enferma como histérica lo debemos entender en el contexto de comienzos del siglo xx, cuando se creía que estos trastornos conversivos se daban exclusivamente entre el sexo femenino. En esa época, los médicos observaban con relativa frecuencia crisis convulsivas, parálisis y anestesias de origen mental, que clínicamente resultaban bastante espectaculares3. Por razones culturales y sociales, muchas mujeres desarrollaban cuadros conversivos muy floridos, que, sin embargo, hoy en día son raros. Huelga decir que también los varones presentaban trastornos conversivos, pero debido a su menor aparatosidad clínica, y a las más graves repercusiones sociales, los médicos no los diagnosticaban como histéricos2.
En este artículo, Azúa cataloga a las cuatro pacientes como histéricas apoyándose en una serie de«estigmas», como los antecedentes de haber padecido«ataques convulsivos»que no siguen los patrones de una crisis epiléptica de origen orgánico. Mediante una exhaustiva exploración neurológica encuentra zonas anestésicas y reducciones en el campo visual, que tampoco se explican por una lesión neurológica. Éstos y otros datos, como la«tendencia a la mentira»o a las«jaquecas», sustentan el diagnóstico de histerismo como personalidad predispuesta a la patomimia.
Azúa describe perfectamente las características de las lesiones autoprovocadas en las pacientes simuladoras, destacando el polimorfismo que presentan, las formas lineales de algunas cicatrices, los bordes angulados de las ampollas y escaras, o la ausencia de reacción inflamatoria alrededor de las úlceras. Incluso, por la morfología de las lesiones, se aventura a sugerir las sustancias empleadas por cada enferma para provocarse las lesiones.
Pero no solo se fija Azúa en las úlceras y cicatrices para llegar al diagnóstico de simulación o dermatitis artefacta, sino que también concede una gran importancia a la psicología de estas pacientes. La descripción que hace de su actitud no ahorra en calificativos e impresiones personales, algo que contrasta con la literatura médica de hoy en día, que tiende a redactarse de una forma fría y políticamente correcta.
Vemos un ejemplo de ello en el segundo caso presentado por Azúa en este artículo. Corresponde a una enferma de Ciudad Real que sufría unas lesiones ampollosas y ulcerosas, de formas extrañas, en el antebrazo y mano derechos (fig. 1). Nos cuenta Azúa que esta mujer, de 39 años, «traía loca a toda la familia y médicos de la localidad, que inocentemente engañados, diagnosticaban todo aquello de herpetismo». La familia, temiendo que fuera necesario amputar el miembro, obligó a la enferma a viajar hasta Madrid para visitar al Dr. Azúa. La descripción que nos deja de ella no tiene desperdicio:
«Era ésta de aspecto gazmoño, con los ojos bajos, y contestaba siempre eludiendo las respuestas precisas. Dedicada exclusivamente al cuidado aparente de su enfermedad, no consentía que nadie la tocase, siendo de ver los ruegos y mimos de la familia necesarios para que descubriese las lesiones, haciendo una farándula de exclamaciones dolorosas muy patéticas y todas falsas […].»
Y continúa con la exposición de la conducta de la enferma, que conseguía ser el centro de atención de su familia:
«Psíquicamente era un prodigio de mentiras, prodigadas en el momento mismo del examen, con gran admiración de los parientes, sugestionados desde hacía meses por lamentaciones y exigencias de la enferma.»
Azúa, en contra de lo que hoy en día se recomienda4, confrontó directamente a la paciente con el diagnóstico de dermatitis artefacta. Parece hacerlo, incluso, de una manera un tanto agresiva:
«Convencido de la superchería, se lo dije inmediatamente, advirtiéndola que la familia no la haría caso alguno y que todas aquellas aparatosas úlceras y costras se curarían en ocho o diez días, en cuanto se la pusiese una cura con vaselina bórica. Así se hizo, obligándola a venir a la consulta, en donde se la hacía una cura oclusiva y curó rápidamente. Convencida la parentela y terminando el filón que explotaba la enferma, no volvieron a presentarse más lesiones, según supimos bastantes meses después.»
Otra enferma presentada en este artículo sufría ampollas y úlceras en la cara anterior del muslo izquierdo. Azúa sospechó que se provocaba ella misma las quemaduras por la morfología de las lesiones, por localizarse en el radio de acción de sus manos y por lo extraño que resultaba que la paciente no se quejara de dolores. De nuevo, Azúa expresa sus sospechas directamente a la paciente, observando su reacción inmediata:
«En mi interrogatorio negó se hubiese quemado, poniéndose en un estado tal de atolondramiento y confusión, que claramente demostró lo había hecho.»
Parece que la forma abrupta con la que Azúa lanzaba sus sospechas diagnósticas a estas pacientes no desencadenaba grandes enfrentamientos con la enferma y su familia, o al menos así ocurrió en los casos presentados en este trabajo.
Azúa retoma el tema de las dermatitis artefactas en un artículo publicado en Actas tres años más tarde5. En él, describe el caso de una mujer de 23 años que acudía desde un pueblo de Jaén por presentar úlceras de formas extrañas, afectando principalmente las manos y la cara. A Azúa le llama la atención la actitud de la enferma y sus respuestas evasivas:
«De una larga conversación deduje no existía una armonía perfecta en la familia, y que la enferma resultaba encantada de traer al retortero a los parientes, apareciendo como víctima. La paciente era de una simplicidad hipócrita perfecta, y las más sencillas preguntas engendraban respuestas tortuosas o absurdas, destinadas a ganar tiempo para dar una última contestación adaptada a su propósito principal de alegar ignorancia de cómo se producían las lesiones.»
De nuevo, Azúa confrontó a la paciente al diagnóstico de forma seca y directa. La tensión que debió originar este hecho parece palpable:
«De repente, dije a la enferma era ella misma la que se hacía las llagas, quemándose. No hubo una protesta viva e inmediata, sino un largo mutismo, al cabo del que se limitó a decir no sabía por qué le salían aquellas cosas.»
La enferma intentó ignorar las palabras de Azúa, pero la madrastra, también presente en la consulta, sí se interesó por sus sospechas, y recordó el extraño interés que tenía su hijastra por conocer dónde se guardaba la lejía.
Esta paciente regresó a su pueblo con la recomendación de que fuera vigilada para evitar nuevas lesiones. Meses después, Azúa escribe al médico del pueblo interesándose por el caso. La contestación de este médico, que Azúa transcribe en el artículo, aporta nuevos datos acerca del trasfondo psicológico que podría subyacer en esta paciente simuladora:
«La enferma en cuestión no ha tenido ninguna nueva lesión después de ser vista por usted […]. Pudo averiguarse con bastante seguridad, para afirmarlo, que la enferma se procuraba la lejía con objeto de hacerse sus lesiones. Sospecho, sin tener seguridad, que hay disgustos entre la familia, por preferir la madrastra sus hijos a ella.»
En definitiva, la visión de Azúa acerca de las dermatitis artefactas constituye un precioso legado que cumple ahora cien años. Nos muestra un amplio conocimiento, no sólo acerca de la morfología de las lesiones, sino también de los factores psicológicos y familiares que suelen participar en estos cuadros. El mérito es mayor si tenemos en cuenta que Azúa escribe sobre el tema en una época en que la Psiquiatría no estaba aún desarrollada como especialidad médica, ni los conocimientos sobre psicología tan extendidos como en el presente.
El lenguaje empleado para describir la actitud de estas pacientes resulta chocante hoy en día, ya que está plagado de apreciaciones subjetivas hechas por Azúa. Con el paso del tiempo, la literatura médica ha adoptado una redacción más aséptica, y evita a toda costa las impresiones del médico que no estén acompañadas de una técnica o prueba irrefutable. Es el estilo imperante en la era de la Medicina basada en la evidencia. Sin embargo, es indudable que una descripción con tintes literarios, a la que se añaden las impresiones que de forma cruda transmite el médico, consigue que nuestra mente cree una imagen más viva y cercana a los pacientes y sus circunstancias.
Azúa concluye este artículo centenario recordando la morfología y localización de las lesiones autoprovocadas, la tendencia a«las mentiras»de estas pacientes y la resolución de sus cuadros en cuanto se las vigila, para finalizar con la siguiente reflexión1:
«Toda dermatosis estrafalaria en una histérica no debe ser aceptada como espontánea, sino después de pasada por una aduana de investigación meticulosa y desconfiada.»
Al Dr. Luis Conde-Salazar, director del Museo Olavide, y a David Aranda y Amaya Maruri, restauradores de dicho Museo, por la aportación de la fotografía presentada y los datos que han hecho posible su identificación.