El término «humanismo» conlleva una ambigüedad en su explicación, adulterando muchas veces su noble significado. Concepto discutible como todos los «ismos», que implican cierto grado de confusión. No es equivalente, aunque puede acompañarse, de lo que pudiéramos llamar humanitarismo, ni es altruismo, ni filantropía, ni compasión, ni clemencia, ni prudencia o reflexión. Tampoco es solamente cultura. Por supuesto, no es ateísmo simple y crudo, como constituyente del marxismo, necesariamente ateo.
El humanismo debe nacer de la naturaleza del hombre, que estriba sobre todo en poder ejercer su libertad, por la cual llega a ser dueño de sí mismo y responsable de sus actos. El humanista es un ser que se adentra en lo trascendente, en lo religioso; en nuestro caso en lo cristiano, porque el cristianismo asume los valores de la dignidad humana (aceptando los de Dios), su defensa y promoción. El cristianismo, pues, se puede considerar en su esencia como un humanismo, aunque hay quien piensa que humanismo y cristianismo no son equivalentes, sino que coinciden en que ambos tienden a perfeccionar al hombre.
El humanismo reconoce con todo su alcance la dignidad y trascendencia del ser humano y su capacidad de reflexión. El humanismo no significa lujo ni refinamiento de intelectuales. Implica cultura, comprensión del hombre, valoración de lo que es bueno y equitativo, expresa, en suma, el deseo de superación. El médico, y en nuestro caso concreto el dermatólogo, además de poseer conocimientos de la especialidad, no será completo si no alberga también un pensador, que piensa profundamente en su trabajo. Además, si no es culto no podrá ejercer bien su cometido, y precisa también de un complemento humano hacia el enfermo que solicita su ayuda. El humanismo del dermatólogo no puede manifestarse solamente en el trato al enfermo, debe incidir sobre su formación moral. No es necesario ser un dermatólogo prestigioso, poseedor de una memoria prodigiosa y unos vastos conocimientos en la materia y ser admirado por sus brillantes exposiciones, no tendrá una personalidad completa si no se acompaña de una fuerte voluntad de trabajo y de ilusión para ejercerlo. Y todo ello realizado inexcusablemente a partir de una fuerte vocación.
No debe bastar ser sabio, en el sentido de poseer amplios conocimientos de la dermatología, se necesita siempre un ideal de trabajo y, por supuesto, todo ello acompañado de una buena dosis de humanidad. Humanidad para sí mismo, humanidad para con el enfermo, arropado por una fuerte espiritualidad.
Marañón decía de Cajal que «Sacrificó todo, muchos aspectos del vehículo familiar, su afición artística, incluso sus ideales políticos, por la fe en el progreso de la ciencia, en la investigación que él realizaba». El propio Cajal ya manifestó que «La independencia de principios, el amor a la ciencia y la perseverancia en el trabajo eran los factores que deben guiar la actividad del médico». La Medicina, con ser la más humana de todas las ciencias, no puede alejarse del enfoque humanístico y filosófico que le sirve de orientación y concentración operativa.
La deshumanización de la medicina no es un hecho nuevo, comenzó con la misma Historia del hombre al creer que la enfermedad tenía un origen divino o demoníaco y que necesitaba para su curación del concurso de los magos o hechiceros. Más tarde se atribuyó a Dios la aparición de la enfermedad como un castigo a nuestros pecados; pero es que ahora, con el estudio fragmentado del enfermo por secciones, se está llegando también a la deshumanización del médico y en definitiva del paciente.
Muchos son los peligros que hoy amenazan con hacer desaparecer el «alma» de la dermatología. La proliferación científico-técnica y su abuso, a veces desmesurado, el afán de ensayar lo nuevo y ser el primero en publicar los resultados, o el deseo de describir un nuevo síndrome diferencial que lo independice de una determinada dermopatía, de encontrar una variedad distinta de una afección ya conocida, inhibe la buena praxis. La proliferación de la cantidad sobre la calidad de las publicaciones dermatológicas y tantos otros aspectos que nos alejan de una correcta orientación humanística, pueden ir minando la misma dermatología. La desorientación humanística, que ya viene gestándose desde la Facultad de Medicina, amenaza con malograr el futuro de nuestra especialidad.
Actualmente el dermatólogo, abrumado por el trabajo, mediatizado en ocasiones por intereses operativos de la socialización sanitaria, deslumbrado por el vertiginoso aumento de los nuevos conocimientos técnicos puestos de moda, tiende a perder el concepto del origen de su profesión. El abuso más que el uso de sofisticadas pruebas auxiliares de diagnóstico, a veces hasta innecesarias, para aumentar la estadística en las publicaciones, puede malograr el resultado final del comportamiento médico. No acumulemos cifras, siglas y estadísticas y volvamos algo más la vista hacia el diagnóstico clínico. Aprovechemos la inmensa virtud de la dermatología de ser una especialidad eminentemente objetiva, tan directa de comprender, y dialoguemos con el enfermo.
Entendemos que existe un humanismo centrípeto para nuestra y más completa formación profesional; pero también existe un humanismo centrífugo dirigido al enfermo que atendemos. Marañón afirmaba que un elemento esencial de la función médica es la silla; hagamos uso de ella, del diálogo con el enfermo y también de la vista, del tacto y a veces hasta del olfato. No abusemos de los papeles escritos, casi siempre por ordenador.
Tomemos el ejemplo del enfermo de lepra. Tanto como la atención puramente médica, en él tiene que cuidarse la acción social; comprender los problemas del paciente, que con frecuencia se ve rechazado por la sociedad, por los compañeros de trabajo, por los vecinos y hasta por su propia familia. Necesita también comprensión y ayuda moral.
Igual que la piel no es una simple funda que cubre el cuerpo, sino que constituye un verdadero órgano que se interrelaciona con todo el ser, el dermatólogo no debe considerarse elemento principal ni ejercer él solo para diagnosticar y tratar una enfermedad, también tiene que interesarse por las costumbres, las actitudes y el comportamiento, «el interior» del enfermo y su entorno. Porque éste necesita también comprensión y ayuda en su ansiedad curativa.
Concretando, meditemos sobre las cuestiones que más pueden deshumanizar la dermatología:
1.Fragmentación de la especialidad. Hace que se llegue a desconocer su totalidad y al enfermo de manera singularizada, desapareciendo la persona, el hombre, porque se le estudia en una parte mínima de su estructura orgánica. La superespecialización dermatológica nos puede separar del resto de la dermatología y a ésta del total de la patología. En definitiva, nos alejará de las otras ciencias y por tanto de la cultura.
2.Mecanización, por la que la burocracia, los aparatosos y los complicados montajes técnicos pueden ensombrecer la personalidad del dermatólogo y del enfermo.
3.Socialización, con su negativa incisión sobre la medicina tradicional, al convertir al enfermo en un número y al profesional en un simple «recetador».
4.Destrucción de los valores afectivos del dualismo dermatólogo-paciente, entre otras circunstancias, por los distintos cambios de los varios profesionales que intervienen en la atención sobre una misma dermopatía del paciente. La excesiva burocratización perjudica la buena y rápida atención del paciente. El dermatólogo no debe ser un simple empleado burócrata al que controlan sus jefes, debe afianzarse como un profesional digno e independiente que actúa consciente de su responsabilidad.
El dermatólogo humanista ayuda a comprenderse a sí mismo, a aceptar su relatividad porque no abandona sus altos valores humanos que potencian su enriquecimiento cultural y moral. Nunca nuestra profesión deberá ser un medio para ganar dinero como única meta profesional, ni dejarse llevar por la comercialización en todos los sentidos, olvidando la austera actuación profesional y moral de la medicina.
Lo importante no es únicamente saber, es entender al paciente, comprender sus necesidades, sus apuros y sus ansiedades, sus problemas físicos y morales que le van surgiendo, e intentar implicarlos en nuestra propia existencia y en nuestra conducta. Con el enfermo ha de haber una cooperación amistosa. Tengamos en cuenta que el paciente es un hombre que sufre en solitario su afección y espera la mano amiga del dermatólogo para que le cure o le alivie.
Si, llevados por la imaginación, realizamos un apasionante viaje desde las tinieblas del remoto pasado del hombre hasta la deslumbrante civilización actual, podemos comprobar que el hombre es el único ser capaz de soñar; unas veces será sueño de poder, otras de perfección técnica para tratar de superarse a sí mismo, pero en algunas ocasiones se cae en el abuso técnico-científico, a modo de máquina, abandonando lo propiamente humano.
Los dermatólogos actualmente nos encontramos sometidos a nuevos impulsos de vaivén y confusión, acentuados por la excesiva mecanización; no hagamos mucho caso de las «modas» imperantes y sigamos una conducta real y clara para que nuestra especialidad constituya siempre un motivo de satisfacción, practicándola honestamente. Procuremos humanizarnos, demos un contenido de humanidad a nuestra conducta, porque precisamente en eso nos diferenciamos de los animales, en que su conducta está regida en exclusividad por la fuerza de los instintos y las tendencias naturales.
Ensanchemos los límites de nuestras actividades con el complemento de unas aficiones que ampliarán nuestra conducta. Hagamos bien nuestro trabajo, pero también dejemos hacer a los demás. Cada dermatólogo en el tiempo traza su propia historia profesional; si no hace, si no deja hacer, profesionalmente morirá.
El ejemplar Dr. Vejar Lacave, buen comunicador, me comentó en alguna ocasión que «En la medicina se vuelve obligación lo que en la vida es virtud, por ejemplo, la generosidad y el sacrificio». Y de Marañón es la aseveración «Humanismo es comprender al ser humano, disculparle y por tanto amarle».
Está claro que todas estas reflexiones las escribe un dermatólogo que ya pasa de los 80 años y por ello pide alguna disculpa.
Correspondencia:
Carlos Daudén Sala.
Paseo del General Martínez Campos, 117.28010 Madrid.