HISTORIA DE LA DERMATOLOGIA
La dermatología y su enseñanza en la segunda mitad del siglo XX*
PEDRO A. QUIÑONES
Catedrático de Dermatología. Profesor emérito de la Universidad de Valladolid.
Correspondencia:
PEDRO A. QUIÑONES. Muro, 11.
47004 Valladolid.
* Texto del discurso pronunciado con motivo del homenaje que la Academia Española de Dermatología y Venereología rindió a los profesores García Pérez, Álvarez Quiñones, Pereiro Miguens, De Moragas y Mascaró con motivo de la Asamblea General celebrada en Madrid el 22 de mayo de 1999.
Queridos compañeros y amigos:
Es natural que, recibida la invitación del profesor don Luis Iglesias para participar en esta reunión, y más aún teniendo en cuenta los términos en que dicha invitación había sido formulada, yo no podía dejar de acudir y de dar cumplimiento a su amable petición. Pero no temáis, os prometo ser muy breve ya que a lo largo de mi dilatada vida de profesor he huido siempre en mis clases y disertaciones, de la posibilidad de ser tildado de pesado, de pelmazo o, lo que es peor, de «charlatán universitario» que desde luego también los hay y no pocos.
La cuestión que elegí como tema de esta charla, dentro de lo que de una manera general se me pedía, fue la de la dermatología y su enseñanza en la segunda mitad del siglo XX. El optar por esa cuestión se explica porque precisamente en 1950 y próxima, por tanto, a comenzar la segunda mitad de nuestro siglo iniciaba yo mi formación postgraduada en dermatología. Fue en el inolvidable Hospital de San Juan de Dios de la Beneficiencia Provincial de Madrid, situado en la Avenida del Doctor Esquerdo, en el amplísimo espacio que actualmente ocupa el Gregorio Marañón.
Era el San Juan de Dios un gran hospital, de alrededor de 400 camas dedicadas en su totalidad a dermatología y venereología, a lo que se añadía un pabellón destinado a la lepra y otro a las tiñas. Contaba con cinco servicios generales independientes, dirigidos en aquella época por ilustres dermatólogos que, concretamente, eran los doctores don Enrique Álvarez Sainz de Aja, don Felipe Sicilia, don José Gay Prieto, don José Gómez Orbaneja y don Luis Álvarez Lovell.
El Hospital de San Juan de Dios, al igual que los restantes de la Beneficiencia Provincial, es decir, el Hospital General, situado en la calle de Santa Isabel, y las maternidades provinciales, ofrecían la posibilidad de especializarse de una manera similar a la que, bastantes años después se estableció con el sistema MIR. En efecto, en aquellos hospitales era posible acceder por oposición a plazas de «médicos de entrada», que así se denominaban, y que daban derecho a permanecer durante un período de 4 años, percibiendo un modesto sueldo, haciendo guardias nocturnas y formándose en la especialidad correspondiente. Y por cierto que aquellas guardias nocturnas, que se hacían en un dormitorio en que pululaban las cucarachas, no se le habrán olvidado aún a mi gran compañero y amigo Antonio García Pérez, que parecía tener una especial repulsión hacia tales insectos.
En aquella época, la dermatología era una especialidad sumamente atrayente para quienes tenían una decidida vocación médica. Lo era porque su estudio no sólo no excluía, sino que requería un sólido conocimiento de las áreas más importantes de la medicina general y la medicina interna; y lo era, además, porque la clínica dermatológica ofrecía entonces una variabilidad de aspectos y de matices capaces de entusiasmar a quienes se atreviesen con ella que, por supuesto, no eran muchos. No faltaban quienes descartaban la dermatología precisamente por considerarla demasiado difícil y con una clínica erizada de problemas y creadora de acertijos.
Para quienes nos sentíamos atraídos por ella, a la fascinante variedad de la clínica dermatológica, se añadía el hecho de que las lesiones cutáneas permitían fácilmente la biopsia, lo que abría otra puerta cautivadora: la de la dermatopatología.
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A lo largo del siglo XIX se desarrolla la especialización, entendida de una manera general como la tendencia a circunscribir la actividad a ramas concretas y distintas de una ciencia o de un arte. En el caso concreto de la medicina, su finalidad esencialmente práctica no sólo explica y justifica la especialización, sino que obliga irremediablemente a ella y la torna imprescincible, como una necesidad inexcusable impuesta por el desarrollo y la creciente tecnificación del conocimiento médico.
Pero la fragmentación del saber que la especialización supone no está, por supuesto, exenta de riesgos, de los que el más grave es el representado por la dificultad para poder vertebrar los saberes parcelares, aportados desde las áreas especializadas. La medicina ha procurado superar esa grave consecuencia de su diversificación, mediante el desarrollo del trabajo en equipo no sólo en la investigación, sino en la propia práctica médica, y de aquí el moderno acrecentamiento de una medicina hospitalaria cada día más compleja. Hay que reconocer que la medicina, precisamente porque su finalidad es esencialmente práctica, no ha sido gravemente dañada por la especialización, sino que, por el contrario, ha podido alcanzar gracias a ella un increíble grado de desarrollo y de eficacia.
Ahora bien, otra cosa es, desde luego, la figura del médico, que ciertamente está desapareciendo al ser éste sustituido cada vez en mayor medida por equipos de técnicos, a los cuales el nombre de médico difícilmente puede serles aplicado.
En efecto, por ser éste el aspecto más grave de la cuestión me permito insistir en ello: el médico ha sido sustituido por equipos de técnicos y de especialistas que, a pesar de sus títulos de licenciados o de doctores en medicina y cirugía, parecen haber olvidado todo aquello que no forma parte de la parcela a la que han confinado su quehacer. No pocas veces da la impresión de que no les interesan en absoluto los conocimientos médicos, ajenos a los procederes técnicos o mecánicos que constituyen su ocupación específica. Incluso la situación ha llegado al extremo de que a algunos especialistas les resulta ya ininteligible el lenguaje científico-médico, en lo que no se refiera concretamente al área circunscrita que personalmente cultivan.
Así, es de todo punto evidente que la medicina sufre hoy una crisis que atañe a sus propios fundamentos y a los supuestos mismos sobre los cuales se ha desarrollado con pretensión científica. Y es también evidente que las raíces de esa crisis están en el fracaso, para los fines concretos de la medicina, de la imagen física del hombre sobre la cual ha venido trabajando, ciertamente con prodigiosos resultados, desde hace unos 150 años.
No podemos detenernos ahora en consideraciones sobre esa cuestión, pero es evidente que una vez aceptada el primer paso habría de ser la elaboración de una nueva y más comprensiva imagen de la realidad humana. Pero esa elaboración tropieza con dificultades que parecen insalvables: me refiero concretamente a que la coexistencia en el hombre de la unidad de su ser personal por una parte y de la pluralidad de sus tres ámbitos de realidad --física, biológica y psíquica-- por otra plantea a la medicina una cuestión tan peliaguda como pueda serlo para la teología el misterio de la Santísima Trinidad.
Dejando a un lado éstas que, pese a su innegable trascendencia, podrían ser tildadas de «divagaciones académicas», y volviendo al eje de la cuestión recordaremos que la especialización en medicina se refiere, por un lado, a la dedicación profesional de quienes circunscriben el ejercicio del arte médico a aquella parte del mismo de la que poseen un mejor conocimiento o, de una manera aún más restrictiva, limitan ese ejercicio a la realización de un cometido concreto en el que han adquirido una particular destreza. En la medicina moderna y como natural consecuencia de su extremada tecnificación y desarrollo instrumental algunos de estos cometidos, que se consideran como más altamente especializados, a veces no pasan de ser mero trabajo artesanal, esto es, oficio o ejercicio de un arte mecánico, lo que no excluye que tales cometidos puedan llegar a constituir una auténtica ocupación intelectual en virtud de las profundas implicaciones humanas de todo acto médico y si quien lo ejecuta posee la formación general necesaria para practicarlo desde una actitud científica.
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En síntesis, la especialización médica fue surgiendo de manera espontánea y natural en virtud de una necesidad absoluta cuando el conocimiento médico llegó a adquirir una amplitud tal que hacía de todo punto imposible que pudiera ser dominado y aplicado en la práctica de manera individual. Así, la primera y clásica división del saber y el quehacer médicos en «medicina» por una parte y «cirugía» por otra tuvo un origen y una motivación de carácter casi meramente instrumental.
A mediados del siglo XIX con la introducción de la anestesia y de los métodos de asepsia y antisepsia la cirugía se desarrolla de manera fulgurante y comienza a fragmentarse en un número creciente de especialidades quirúrgicas en un proceso incesante que ha proseguido hasta nuestros días.
Simultáneamente, y de modo semejante, la medicina propiamente dicha se va desintegrando en multitud de especialidades médicas o médico-quirúrgicas, pero con un peligroso detrimento de la «medicina interna» como último refugio del saber médico general.
Pero, además, el proceso de creciente compartimentación de la medicina no se ha detenido ahí. En los últimos años han ido proliferando las llamadas superespecialidades, designación ésta que, por otra parte, no parece ser la más adecuada por cuanto la preposición inseparable «súper» tiene un sentido indicativo de preeminencia que no se aviene con la realidad en este caso. Las llamadas «superespecialidades» son en realidad «subespecialidades», puesto que limitan su ámbito de actuación a una parcela aún más reducida dentro del campo de una especialidad más extensa. Son, en suma, el resultado de la fragmentación de un fragmento más amplio de la medicina.
En ese proceso evolutivo incesante la dermatología no ha sido una excepción, y precisamente a lo largo de la segunda mitad del siglo XX se iría dividiendo y subdiviendo en un buen número de subespecialidades, si bien lo más importante para ella en esa época fue su conversión en un prototipo de especialidad médico-quirúrgica por obra del inolvidable profesor Felipe de Dulanto y de su grupo.
Hace 100 años las especialidades de la medicina casi se contaban con los dedos de una mano. En el prólogo a un Manual de las enfermedades de la piel, de Ramón de la Sota y Lastra, editado en 1990, decía don Federico Rubio y Galí lo que sigue: «Encontrábame en Sevilla rodeado de médicos meritísimos y con unas seseras talentosas que no les cabían en la cabeza...», pero a continuación añadía textualmente que «no se conocían las especialidades. Algún oculista, algún partero...» y pare usted de contar.
El cambio producido posteriormente resulta realmente impresionante. La medicina avanza hoy merced al trabajo de equipos de investigación que cuentan con todo tipo de técnicos y de especialistas y, por supuesto, es este mismo fenómeno el que dota de su asombrosa eficacia a la praxis médica actual. Pero, como ya he apuntado anteriormente, ello exige a su vez un máximo esfuerzo integrador de esos saberes divididos para que no lleguen a ser inútiles o, incluso, perjudiciales.
Hace más de 50 años, decía don Gregorio Marañón, que «la evolución de la medicina revela y acentúa el hecho paradójico de que a medida de que la necesidad de la especialización se hace más notoria y eficaz, hácese asimismo más profunda la necesidad de que todo médico y todo especialista tengan una base de orientación sintética, general, que alcance a todas las ramas de nuestro arte, aún a las más alejadas la actividad habitual de cada uno».
Y años antes, Ortega y Gasset alertaba también acerca del peligro de que prosiga la dispersión del trabajo científico, sin que paralelamente sea compensado por otro esfuerzo de finalidad opuesta, es decir, un esfuerzo de concentración y simplificación. Él insistía en que se intentase una nueva integración del saber, del que decía que «anda hoy hecho pedazos por el mundo». Y yo me pregunto: ¿no anda también hecha pedazos la medicina como inevitable consecuencia de la extremada especialización?
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Es evidente que el tema en que nos hemos venido ocupando se prestaría a muchas otras consideraciones, que me veo obligado a eludir para cumplir con el propósito y la obligación de brevedad. Me doy cuenta también de que me he saltado todo lo referente a la enseñanza de la dermatología, pero, ciertamente, me parece menos importante.
Pero, ya para terminar, me parece obligado que nos planteemos si, en virtud del ingente progreso científico y técnico de nuestro tiempo, no sometido ya a la limitación de unos principios éticos que considerábamos inmutables, la medicina no estaría perdiendo, además de su unidad, su carácter esencialmente humanitario.
¿Qué otra cosa sino cabría pensar ante ciertas desviaciones estremecedoras de la investigación biomédica? o ¿qué se podría decir de una práctica médica en que hay quienes se prestan a ejecutar actos de extinción de la vida humana --ya sea ésta incipiente o terminal--, que parecen más propios de verdugos que de médicos?
En 1958, en un artículo publicado el 20 de noviembre en Les Nouvelles Littéraires, el gran biólogo francés Jean Rostand dio la voz de alarma acerca de la peligrosidad actual de la ciencia, y promovió una encuesta acerca de si la ciencia es humana o inhumana. Pienso que si no fuese por el bien inconmensurable que a la humanidad aportó y sigue aportando la medicina algo semejante habríamos de preguntarnos hoy respecto a ésta. Porque, ciertamente, ¿qué queda del sentido esencialmente humanitario del quehacer médico si detrás de la técnica no hay ni siquiera un trasfondo de reflexión metódica y compasiva sobre el hombre doliente...?
Finalmente, para terminar, no podría encontrar palabras mejores que las de mi gran amigo el ilustre escritor Miguel Delibes en su libro magistral La naturaleza amenazada, libro al cual él mismo presenta como «una nueva voz de alarma contra un progreso de atractiva apariencia, pero donde la naturaleza --inexcusable para la vida-- viene siendo sistemáticamente sacrificada a la tecnología». El propio Delibes hace una excepción, aunque sólo en parte, con la medicina, de la que dice que «ha cumplido con su deber», pero que «al posponer la hora de nuestra muerte viene a agravar, sin quererlo, los problemas de nuestra vida», y añade que «la medicina, pese a sus esfuerzos, no ha conseguido cambiarnos por dentro; nos ha hecho más, pero no mejores».