“No se opera con las manos sino con la cabeza”
El 11 marzo de 2021 cuando parecía que la tormenta mundial por el Covid-19 amainaba, amanecíamos con la sobrecogedora noticia: nuestro querido Juan Sánchez Estella había fallecido a la edad de 63 años. Durante un mes estuvo combatiendo contra una neumonía por coronavirus en el hospital Virgen de la Concha de Zamora, al que consagró su vida como jefe de servicio de Dermatología durante fecundos años. Primer médico en activo víctima de la Covid-19 en Zamora y único dermatólogo en ejercicio en España fallecido por este motivo, hasta donde sabemos.
Conocí a Juan Sánchez Estella ya desde mi segundo año de residencia en 2010, sus preguntas agudas en los “regionales” eran ya legendarias, te podían desnudar ipso facto si pretendías dar gato por liebre. Desde 2016 trabajé con él en Zamora y, desde entonces, nuestros caminos convergieron: soy de la generación de sus hijos y ejerció en mi gran influencia como maestro, mentor y, sobre todo, como amigo. Me emociona especialmente haber animado en él una renovada ilusión por la dermatología, jamás perdida, dispuesto a comerse el mundo una vez más. Y me siento orgulloso de haberle hecho formar parte del foro virtual “Dermachat”, su última “gran familia” dermatológica, de la que se convirtió en un merecido referente con su ponderación, elegancia, sabiduría y comentarios siempre acertados.
Juan Sánchez Estella nació el 28 de Julio de 1957 en Salamanca, aunque pasó sus primeros años en la finca Mora de la Sierra, en el término municipal de Las Veguillas, 34km al sur de Salamanca. Es el cuarto de cinco hermanos, huérfano de padre a los 8 años, su madre saca adelante valientemente a la familia y forja en nuestro protagonista un carácter especial, luchador, efervescente e imparable. En su familia había una dualidad entre el Derecho y la Medicina, Juan se decidió por la segunda casi por casualidad, y fue durante la carrera cuando comenzó a apasionarse por la Medicina, que estudió en la Universidad de Salamanca, licenciándose en 1981. Realizó su especialidad MIR, que completó en 1985, en el departamento de Dermatología de Salamanca con el profesor Miguel Armijo, quien lo tenía en alta estima, casi como a un hijo; algo díscolo eso sí, como era de esperar en alguien impulsivo, apasionado y sanamente competitivo. Juan era simpático, sonreía siempre y se reía a grandes carcajadas con frecuencia, caminando con las manos atrás con la bata agujereada por los cigarrillos. Cuando abría su taquilla se veía llena de fotos, en formato de diapositivas por aquel entonces y pendientes de archivar sine die. Muy auténtico y apasionado para todo: para estudiar, se sabía hasta la propaganda; y para amar, enamoradísimo del amor de su vida Mayte, salmantina, que conoció con 24 años y con la que compartiría toda su vida.
En 1986 obtiene su plaza en propiedad en Castilla y León con el número uno de su oposición, ese mismo año se incorpora como profesor de dermatología a la Escuela Universitaria de Enfermería de Zamora. Esos primeros años en Zamora los llamaba cariñosamente “la Edad Media”: grandes tumores, muchos pacientes y pocos recursos. La dermatología aterrizando a codazos para conquistar su espacio vital, la semilla de Don Miguel Armijo comenzaba a florecer. Es en estos años cuando nace su querido Juan (1989), odontólogo de profesión, fueron uña y carne hasta sus últimos días, daban largos paseos con frecuencia. En 1991 nació la niña de sus ojos, María, pediatra en el hospital La Paz, publicaron juntos “Urticaria Multiforme, una entidad infradiagnosticada”. Le entusiasmaba escuchar sus logros durante la residencia.
El torbellino impulsivo fue asentándose y dando paso al dermatólogo total que llegó a ser. Mantuvo esa pasión y esa inusitada energía, trabajando mañana y tarde con entrega y con especial atención a la cirugía dermatológica, donde brilló de manera destacada. Le apasionaban los bloqueos anestésicos, que plasmó en su libro “Manual de anestesia para dermatólogos”. Recuerdo a mi llegada que la primera semana operamos un melanoma acral que ocupaba media planta del pie, la semana siguiente amputamos un pulgar por un carcinoma epidermoide y, más tarde, una circuncisión, llegué a pensar que si no operaba apendicitis era porque no le llegaban a consulta. Ninguno éramos capaces de seguirle el ritmo. Cuenta su hija María que su padre tenía claros signos de hiperactividad, dormía apenas cinco horas, su cabeza bullía, siempre leyendo y estudiando, nunca parado.
Sólo los que hemos tenido el privilegio de operar junto a él conocimos su característico temblor esencial que le acompañó durante toda la vida, y que lejos de ser un obstáculo, carecía de significado dentro de su hábitat natural: el quirófano. “Tranquilo, Gonzalo, no se opera con las manos sino con la cabeza”. La clarividencia, seguridad y aplomo dentro de esas paredes quirúrgicas eran difíciles de igualar. Un ejemplo de control y autosuperación.
La excelencia del doctor Estella se extendía a todos los ámbitos de la dermatología, a menudo se nos olvida que este tipo de genios lo son porque llegan a todas partes, especialmente cuando el diagnóstico se pone difícil. Recuerdo aquella paciente de apenas treinta años cubierta de escamas por todo su cuerpo, como si fuese un armadillo, estupefacto e ignorante di dos pasos hacia atrás, toqué su puerta y el conocimiento personificado habló: “Es una Eritrodermia ictiosiforme congénita ampollosa”. Sentí que se había caído del escalafón y me había aplastado. Tenía un gran temperamento y no sabía disimular sus sentimientos. Noble caballero castellano, atento a todo, comprendía muy bien a los pacientes, como aquel día en que un paciente temeroso y de escasa comprensión, se negaba a que le ampliásemos su melanoma, apareció Juan y dijo: “mire, eso que usted tiene es un león dormido, ¿quiere seguir con él a su lado y esperar a que se despierte?”. El paciente cambió de idea a tal velocidad que pareció que el león ya le perseguía.
No puedo olvidarme del último capricho del destino que aguardó a Juan en su final. En el interludio entre el nacimiento de Juan y María, Mayte y Juan tuvieron a Rafael, un niño que portaba una grave variante de osteogénesis imperfecta que le provocó la muerte a los pocos meses de nacer, el 11 de marzo 1991, el mismo día que moriría Juan treinta años más tarde.
De espíritu renacentista y muy comprometido con la sociedad, sus preocupaciones se extendían mucho más allá de la dermatología, con especial preocupación por el futuro, la política, la economía, el desapego o la despoblación que tan bien representa su querida Zamora, pero con visión enérgica, regeneradora y optimista. Observaba en su finca de Morales del Vino que los árboles crecían y volvían a dar fruto después de la tormenta: “sois la solución, no paréis, ligeros de equipaje, alzad la voz, ¡adelante!”.
Espero Juan, allá donde estés con tu hijo Rafael, que se haya cumplido tu viejo deseo que expresaste en aquella carta a tu maestro el día de su muerte: “Yo no pierdo la esperanza de que alguna vez, en el departamento Todopoderoso, pueda volver a disfrutar de este oficio tan bonito que es la dermatología, mirando al microscopio con Miguel Armijo”. Juan fue de ese tipo de personas que iluminan lo más oscuro, que con su palabra sanan, que lideran donde los demás dudan, que florecen en tierra yerma, que llenan con su sola presencia incluso esa España menos poblada, ese amigo mío, eras tú, ahora y siempre.