El accidente de la espeleóloga belga Anette van Houtte a principios del mes de agosto del año pasado, en el Pirineo navarro, tuvo una enorme repercusión mediática y acercó al público una afición tan poco conocida como discreta: la espeleología. Esta ciencia es, a la vez, una afición, un deporte, una aventura y, sobre todo, una pasión.
El origen de las cuevas puede ser natural o artificial. Las primeras son más frecuentes en zonas de roca caliza formada en el fondo de los mares de las eras primaria y secundaria, y que fueron emergiendo por las fuerzas tectónicas hasta formar las cordilleras más altas del planeta. El agua de la lluvia vuelve a disolver y depositar el carbonato cálcico de estas rocas, modelando cavidades de lo más caprichoso. En España contamos con un importante patrimonio calcáreo, como los Pirineos o los Picos de Europa, ricos en cuevas y simas. Muchas son sobradamente conocidas: la Cueva del Soplao en Cantabria, Valporquero en León, la cueva del Drach en Mallorca, la cueva de las Maravillas en la onubense sierra de Aracena o la de Nerja en Málaga. Algunas cuevas son de origen volcánico, como la famosa cueva de los Verdes de Lanzarote, y hay cuevas en áreas graníticas formadas por la erosión directa de cursos fluviales subterráneos como el sistema del Folón en la provincia de Pontevedra.
La conquista y el estudio de las cuevas no tienen un objetivo definido más que el propio conocimiento –geológico, topográfico y mineralógico- y el reto personal. Alcanzados los polos terrestres y las más altas cimas del globo, tan sólo las profundidades oceánicas y las entrañas de la tierra permanecen como territorios ignotos que nuestro afán aventurero nos empuja a explorar y dominar. Penetrar en un espacio que no ha sido pisado antes por otro ser humano tiene algo de mágico, casi místico.
La relación del ser humano con las cuevas viene además de antiguo. Durante miles de años fue el hogar de nuestros lejanos ancestros, el abrigo frente al frío y la intemperie, las bestias y los clanes enemigos. De hecho, aún hasta hace pocas décadas, algunos habitantes de la península vivían en cuevas excavadas en la roca viva. Es más que probable que la cueva habitada o algún abrigo fuese, en un momento determinado, el primer rudimento de hospital, junto con las cabañas de los campamentos exteriores en los que se pudo atender a cazadores lesionados y tratar enfermedades de todo tipo. Pero además, las cuevas también han tenido siempre su otro lado oscuro y misterioso, siendo el hogar de brujas y dragones. Algunos de estos abrigos o cuevas han sido asimilados por la tradición cristiana y se han situado en ellos santuarios rupestres, como el de Covadonga.
La espeleología tiene, como la dermatología, su propio lenguaje. Unos términos son de uso común: estalactitas, estalagmitas, columnas. Otros son menos conocidos pero de fácil interpretación: gateras, salas, coladas, simas. Algunos son más exóticos: gours, perlas de las cavernas, conos kársticos, etc. También es complejo el material y el equipamiento: maillón, croll, mosquetones, descendedor, arnés de pecho, carburero, etc. En apariencia, el material y la técnica de la espeleología tienen mucho que ver con el montañismo, pero las diferencias son importantes: en el montañismo la jornada suele comenzar subiendo y acaba descendiendo, mientras que en la espeleología es casi siempre al revés, es al final cuando se hace el mayor esfuerzo, el de ascensión. También son distintas las «contraindicaciones», el montañismo está vedado a las personas con pánico a las alturas, mientras que la espeleología no es la mejor afición para un claustrofóbico.
Las cuevas, como la piel, admiten miles de variantes en su superficie y sus colores. Sorprende lo que nos aguarda en esa oscuridad aparentemente hostil: texturas granulosas como la piel ictiósica, y suaves y sedosas como la piel infantil; duras como una esclerodermia, o delicadas y frágiles como una descamación furfurácea. También pueden verse formaciones angulosas y cortantes casi como un bisturí, o suaves y sinuosas como una cadera juvenil. Cada cueva, como cada paciente, es una aventura, un reto, una emoción y una experiencia que nos enriquece.
La pasión del descubrimientoLes passions sont les seuls orateurs qui persuadent toujours. (Las pasiones son los únicos oradores que convencen siempre.) F. de la Rochefoucault
Entrar en una cueva es una acción habitualmente desdeñada, salvo para los apasionados.
Recuerdo películas de mi infancia en las que uno de los principales castigos era verse encerrado en la oscuridad, en el silencio, el desconcierto, la ausencia de tiempo y referencias. La soledad de una cueva. La cueva era el horror, el castigo, la claustrofobia, la locura.
Pocas veces la cueva era un recurso, una salvación, una madre amantísima. Sólo para los que huyendo encontraban protección y amparo en ella. El ejemplo paradigmático lo constituye Genoveva de Brabante, la dama aristocrática destinada a la muerte por su marido. Apiadado el verdugo de su destino cruel, la abandona a su suerte en la espesura de los bosques. En una cueva encuentra su refugio, y pasa años en los que vive con su hijo nacido a los pocos meses de su destierro, hasta su rehabilitación. Toda una historia de amor entre la cueva y la mujer.
Así que puede ser comprensible que algunos, no diré locos, ni orates, ni temerarios, ni desconcertantes… algunos, repito, encuentren en las cuevas una pasión.
Y uno de ellos es nuestro erudito dermatólogo, que halla en la conquista de una cueva un reto personal. Emilio del Río, hombre gallego en su origen, comportamiento y afectos, ha encontrado en la búsqueda y conquista de la oscuridad un objetivo, un más allá de la emoción y la razón. Una pasión casi sobrenatural. Las habilidades necesarias, el carácter imprescindible, las fobias inexistentes, convierten a la espeleología en algo más que una simple afición, en una magnífica pasión.
La pasión del descubrimiento, inagotable y hermosa. ¿No creen?
A. Guerra