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Vol. 98. Núm. 2.
Páginas 129-130 (marzo 2007)
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El color de la luz*
The colour of light
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JM. Mascaró
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Para mí la luz del sol es algo que impregna íntimamente cada instante, cada vivencia, cada recuerdo. Y, al igual que en las secuencias cinematográficas, se acompaña de un sonido, un rumor o una melodía, intensamente ligado a aquellos.

Habitualmente la luz no es únicamente blanca ni es neutra. Tiene gamas de colores y tonos cambiantes. Varía con la hora, el mes, el lugar geográfico. Ello es conocido desde hace siglos y, así, la luz ha sido reproducida, con arte o talento, por los pintores de todas las escuelas, que la han plasmado dándole matices diversos. En mi pupila conservo el recuerdo de la tonalidad amarillenta, con destellos rojizos que irradia en Las hilanderas de Velázquez; los chispeos cobrizos de Susana y los viejos de Rembrandt, los tonos sonrosados que se reflejan en los desnudos de Rubens, como en Las tres Gracias, y los fríos grises de Lamentos junto a Cristo muerto de Andrea Mantegna.

Pero ahora no quiero referirme a los cuadros sino al color de la luz de ciertos momentos. De su influencia en los recuerdos y, quizás también ­aunque ello sea ir mucho más lejos­, en el desarrollo de los acontecimientos.

Hay sucesos, que uno recuerda o lee, en los que esa luz juega un papel importante. La luz, escasa y fría, apenas blanca entre grises y azules plomizos, de los amaneceres en los que, hace siglo y medio, se desarrollaban los duelos: un hombre que hería mortalmente a otro por una fútil pendencia o una liza de amor. Esa misma luz enfriaba pronto la sangre que, más grana que roja y pronto negra, manaba de la herida zanjando la reyerta (duelos a muerte o a primera sangre; sangre que limpiaba la afrenta). Pero ¿es por la necesidad de esa luz que se elegía la hora? No es imaginable un duelo a pleno sol, se requería ese vago resplandor, esa neblina. Cuando Menelao se enfrenta a Paris para vengar la afrenta del rapto de Helena la luz del sol es también protagonista y cae bruscamente para que el bello raptor pueda escapar con vida.

La luz es cegadora e hiriente, plata fundida, cuando el sol se refleja sobre el mar o la nieve. Aguda con reflejos azul cobalto en los glaciares. Cálida, como miel y caramelo derretido, en los soleados atardeceres del verano. Y al caer el día, antes de esconderse hasta el siguiente, son estallidos de fuego entre archipiélagos de plomo, mientras las nubes pasan del naranja al blanco, al gris, al estaño y al negro profundo, en un ritual de ocaso que se repite y nunca me cansa.

Hay situaciones que requieren una cierta luz. El amor, las cuitas, las confidencias deben ser susurradas, que no vociferadas, bajo luz de pronta mañana, de atardecer o bien a la sombra de la noche. ¿No habéis notado que se degusta mejor una sabrosa sopa o un caldo en la penumbra? Probablemente el sentido del gusto puede apreciar mejor su aroma cuando el ojo no se halla clamorosamente asaltado por los estímulos luminosos que diluyen todo lo demás. Un olor es también más penetrante en la oscuridad. ¿No alcanza más lejos el perfume del jazmín en el ambiente fresco y húmedo de la noche que en el de la mañana?

Igual me sucede con hechos y recuerdos: cada uno tiene su luz, su color e incluso sus sonidos. En mis recuerdos, los cálidos tonos de la luz de media mañana y del inicio del atardecer son los que predominan. Luz tibia con suaves matices amarillentos y rosados, piel de melocotón maduro, polvo de fina tierra. Es el tinte que veo en mis recuerdos. ¿Es el de la luz que hubo? ¿Es el que yo le pongo? ¿Son esas horas ­amanecer, inicio del declinar del día­ en las que mis vivencias han sido más intensas, en las que he sido más yo mismo, en las que he sabido expresar mejor lo que siento? ¿O bien revivo el pasado situándolo en el decorado más propicio para poder degustarlo otra vez?

Figura 1. Este cuadro de René Magritte (1898-1967), pintado en 1954, lleva por título «El imperio de las luces». Contrastan la casa y los árboles en la penumbra, bajo un cielo aún diáfano. El nombre puede parecer paradójico para una obra que contiene más sombras que luces. Pero ¿no es más visible un tenue resplandor en la oscuridad que una brillante ráfaga en pleno día? Muestra así cómo un sutil resplandor interior, personal u hogareño, puede constituirse en deslumbrante protagonista.

Figura 2. René Magritte pintó en sus últimos años (en 1964) una nueva versión de este cuadro (la más conocida data de 1958 y se halla en el Instituto de Arte de Chicago). Lleva un título peculiar, como la mayoría de sus obras: El banquete (¿banquete de luz?, ¿festín para los sentidos?). La singularidad reside en que el sol que surge sobre el horizonte está representado como si pudiese ser visto nítidamente a través de los árboles que lo ocultan. Así sucede en los sueños o en la imaginación. Podemos ver el sol escondido, o lo que queramos, simplemente cerrando los ojos. Ese amanecer podría relacionarse igualmente con el título si interpretamos que simboliza el alba que sucede a la larga velada de diálogo del Banquete de Platón. Pero el propio pintor dijo que sus cuadros debían ser observados por lo que muestran y no por su posible significado. Ver lo que hay sin intentar penetrar en su intención. Así, los comentarios que anteceden expresan más lo que yo entiendo que lo que él pensaba al pintarlos. Es un ejercicio que combina el placer perceptivo y el de análisis. Como quien mira una manzana y al tiempo trata de razonar qué significa dicho fruto para él (que no tiene por qué ser lo mismo para otros).

Pero no sólo esas horas y esas luces cuentan. La penumbra, la sombra, la noche, también importan. Sombra opaca, de raso y terciopelo. Sombra fresca y húmeda, pero no fría. Sombra en la que los sonidos y los perfumes acompañan al recuerdo. Y, si es con los ojos cerrados, prefiero no abrirlos pues así tengo la impresión de que cuando alce los párpados estaré aún en aquel entonces que ya es tan lejano.

A veces al caer el sol, o ahora en este acto tan emotivo, pienso que mi vida entera está representada por un solo día. Tuve mi amanecer, transcurrieron la mañana y la tarde, fue declinando el día. Me encuentro ahora, pasado el fulgor del crepúsculo, en el momento en que el cielo es todavía de color rosado y las nubes viran del blanco al gris. Quiero aún llenarme de luz, respirarla, sentirla, oír su sonido. Vivir intensa y serenamente, en el trabajo y en el ocio, junto a los míos (familia y amigos). Y prepararme para ir percibiendo cada vez más el perfume que precede a la oscuridad. Esa oscuridad opaca de una noche que llega sin la promesa de una nueva aurora.

Barcelona, noviembre de 2002

*Fragmento del discurso de respuesta el día del homenaje con motivo de su jubilación académica (15 de noviembre de 2002).


La oratoria

«Abre tu boca por el mundo

en el juicio de todos los desvalidos.

Abre tu boca, juzga con justicia,

y defiende la causa del pobre y del menesteroso».

­ Proverbios, 31, 8 y 9

La mejor forma de emplear los vocablos con seguridad es tener un diccionario a mano. En él, las palabras adquieren certificado de nacimiento, carné de identidad, personalidad y casi, casi, vida propia. Con este convencimiento, y siguiendo mi propio gusto y consejo, he seleccionado «oratoria» y he encontrado la siguiente definición: arte de hablar con elocuencia, de deleitar, persuadir y conmover por medio de la palabra. Y me ha parecido que se adecuaba perfectamente al arte de José María Mascaró Ballester, catedrático de Dermatología y Presidente de Honor de la Academia Española de Dermatología y Venereología.

Recuerdo un congreso internacional de Dermatología Pediátrica celebrado en Milán hace ya bastantes años. El profesor abría el evento, y yo era parte del público. Hizo una hermosa presentación llena de anécdotas, motivaciones y agradecimientos... ¡en italiano, español, inglés y francés! El contenido era hermoso. Conmovía, persuadía. Era un bello ejercicio de literatura verbal. Todo un orador, todo un escritor, todo un artista.

Desconozco si habrá tenido maestros como Lisias, claro y sencillo; o como Isócrates, de argumentos elaborados y complejos; o como Demóstenes, voluntarioso y perseverante. Pero lo que está claro es que sus discursos están llenos de poesía, de intimidad y frescura.

Decía Lope de Vega: «No sé yo que haya en el mundo palabras tan eficaces ni oradores tan elocuentes como las lágrimas.»

Pues «El color de la luz» de José María Mascaró Ballester a mí me ha hecho llorar. ¿Y a vosotros?

A. Guerra Tapia

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