Mi pasión por el ciclismo es antigua. Todo comenzó a los 14 años, cuando a diario paraba ante el escaparate de «Ciclos Colón» y soñaba con poseer aquella bicicleta «de carreras», roja, reluciente, que se llamaba «Esbelta» (en adelante «ella»). Todavía recuerdo sus ruedas finas, sus formas suaves y la misteriosa atracción que «ella» ejercía sobre mí. Tuve que portarme bien ese año, pues los Reyes Magos la trasladaron al salón de mi casa como por arte de magia. Y fue el comienzo de una gran amistad. «Ella» estuvo a mi lado la primera vez que declaré mi amor a una chica (para siempre «Pilar»), caminando hacia su casa, y luego pedaleé hasta la extenuación intentando olvidar el dolor de su rechazo. Con «ella» experimenté la sensación de libertad plena, de desplazarme por una solitaria carretera en medio del campo, fundiéndome con el horizonte, formando parte de las colinas, los valles, del espacio al fin. Con «ella» tuve la sensación de no necesitar a nadie (ni siquiera a Pilar, ¡con lo «buena» que estaba!) para ser feliz. Yo entonces no sabía nada de «endorfinas», ni de bioquímica cerebral, pero sentía que tras unas horas pedaleando me invadía una sensación de bienestar intenso, de placer prolongado, y me encantaba, claro. Mientras más larga y dura era la etapa, mientras más puertos de montaña escalaba, mejor me sentía después. Y fue el comienzo de mi adicción.
Luego «ella» me sirvió para hacer amigos en la carretera, para compartir subidas, bajadas, paisajes, momentos con gente estupenda. Para zambullirme con mis amigos en la fuente del primer pueblo que encontramos tras confundirnos de carretera y llegar con 180km en las piernas y 40 grados en el termómetro. Y mientras más sufríamos… más nos gustaba. Entre nosotros decíamos que para ser ciclista había que «saber sufrir». Y ningún sufrimiento como la primera «pájara». Tras un prolongado esfuerzo y sin haberte alimentado correctamente (porque sobre la bicicleta también hay que comer), de repente sientes que te abandonan todas tus fuerzas, que no puedes ni seguir en línea «recta», que incluso ves alucinaciones: recuerdo a mi amigo Manolo (en adelante «el gusano») quien en plena pájara, y mientras le ayudábamos a llegar a Sevilla (entonces no había móviles para avisar a tus padres y sí mucha vergüenza de reconocer que no podías volver) intentando que no le atropellara ningún coche y, sobre todo, que él no atropellara a ninguno, le dio por decir: «la carretera está llena de gusanos, de un palmo de grandes, la hostia, y además van en fila». Y claro, desde entonces, siempre le hemos llamado «el gusano». Y es que una pájara es una cosa mu mala. Mi primera y única pájara fue terrible. Aún no sé cómo me bajé de la bici, y lo primero que recuerdo es que estaba recostado en un mojón de la carretera de Burguillos y escuchaba la voz lejana de «el alambre» que me decía: «lechuga -que ese era mi apodo-, venga tío, come un poco de carne de membrillo, verás como te recuperas». Pero yo siempre había odiado el membrillo… y me lo comí todo, todo, porque una pájara, como ya he dicho, es una cosa mu mala.
Pero la bici me ha dado muchos momentos buenos, y sobre todo me ha enseñado mucho. Me ha enseñado el valor del esfuerzo, la tenacidad, el espíritu de sacrificio, por ti y por los demás. Me ha enseñado que las cosas hay que ganárselas, que nadie va a subir por ti ese puerto, largo y empinado. Que será duro, pero que lo conseguirás. Y entonces te sientes bien, muy bien. Te has superado.
Fueron años felices, despreocupados, años de estudiar y entrenar, de competir en carreras de juveniles (y de no ganar ninguna), de disfrutar de la bici y de los amigos del ciclismo. Luego llegó la Universidad, y sólo estaba con «ella» para desplazarme a la Facultad y a algún que otro paseo ocasional. Cuando comencé la residencia el abandono de la bici fue total. La pasión con la que me entregaba a mi nueva afición, la Dermatología, me impedía dedicar tiempo al ciclismo. Y en eso tuvo mucha culpa mi Maestro, Don Francisco Camacho Martínez, quien no sólo me enseñó a amar la especialidad, sino que me inculcó el amor por la investigación, por el trabajo bien hecho y la tenacidad en el estudio. Gracias Maestro: quizás no fui un gran ciclista esos años, pero me hiciste dermatólogo y mejor persona. Luego llegó la tesis, la docencia, la oposición, en fin, el trabajo se había convertido en el eje central de mi vida. Me casé, tuve a mi hija (María, quien decía que yo era «biciclista») y la bici volvió, pero con una sillita infantil en la parte trasera. Por entonces descubrí la bici de montaña, que he compaginado con la bici de carretera (que es la que más me gusta, porque se sufre más) y he pasado magníficos momentos pedaleando con inmejorables amigos (Paco Russo, tú entre ellos).
No sé si el ciclismo es un arte, si debe aparecer o no en esta sección, pero si el arte es algo hermoso, que te da felicidad, que te hace mejor, y que puedes compartir con los demás, entonces creo que el ciclismo es un arte maravilloso. El arte del esfuerzo y la capacidad de superación. El arte de ser mejor.
La chispa de la vidaEl deporte no forja el carácter, lo pone de manifiesto.
Heywood Hale Broun
Estoy segura de que Miguel Ángel Muñoz sería un magnífico vendedor de coches usados. Y un gran presentador de televisión. Y el mayor captador de miembros de una secta. Y el que más mujeres consigue enamorar. Y… todo lo que quiera ser. Porque nuestro dermatólogo del Rincón del arte de este mes tiene la chispa de la vida. Esto es: la alegría de vivir, el convencimiento de que es obligatorio ser feliz, la posesión del carpe diem sublimado. Todo eso, junto a la capacidad de compartir sus emociones, de transmitir sus endorfinas, y de hacer que todos seamos por unos instantes tan entusiastas como él mismo.
Esa es la sensación que se alcanza leyendo su artículo. Un texto en el que queda plasmado de forma evidente que si alguien se sienta tranquilamente en un banco a ver «pasar la vida», le verá pasar a él, pedaleando sobre «ella».
Se pregunta el autor si el ciclismo es un arte. Dice el diccionario que: «Arte es una forma de la conciencia social que tiene por objeto satisfacer las necesidades espirituales de los hombres haciendo uso de la materia, la imagen, el sonido y otras formas de expresión corporal.»
No hay como acudir a las fuentes para encontrar la respuesta. ¿No satisface acaso las necesidades espirituales del hombre-Miguel Ángel la materia-bicicleta, la imagen-paisaje, el sonido-viento y otras formas de expresión corporal-esfuerzo mientras sube la montaña sobre la dinámica estructura de metal y goma? Podremos poner entonces, que entre las artes, se encuentran la pintura, la literatura, la cinematografía, la fotografía, la moda, la publicidad… y el ciclismo desde hoy.
Arte y deporte comparten su afán de voluntad estética, el uso especial del ritmo, la creatividad y el cuidado de su estilo. Desde finales del siglo XIX numerosos autores dedicaron composiciones al deporte moderno. En los Juegos Olímpicos de 1912 se llevó a efecto un concurso de letras, actividad que el barón de Coubertin denominó el Pentathlon de las musas.
La literatura de tema deportivo en español ha contado, a lo largo del siglo XX, con una nómina de escritores ilustres, como los premio Nobel Vicente Aleixandre y Jacinto Benavente, Camilo José Cela o Gabriel García Márquez, que escribieron composiciones sobre fútbol y patinaje.
Los miembros de la Real Academia Española Areilza, Ayala, Baroja, Buero Vallejo, Calvo-Sotelo, Cossío, Delibes, Gerardo Diego, Fernández Almagro, Fernández Flórez, García Nieto, Antonio Machado, Marañón, Muñoz Molina, Pemán, Sampedro, Torrente Ballester, Unamuno, Vargas Llosa o Zamora Vicente han comentado la actualidad deportiva en diversas publicaciones y han retratado aspectos del ajedrez, automovilismo, aviación, boxeo, caza, fútbol, jiu-jitsu, montañismo, natación, patinaje, pelota vasca, pesca, regatas, remo, tenis y ¡cómo no!, ciclismo.
Así que nuestro magnífico dermatólogo –o lo que quiera ser– es un ejemplo real del arte del ciclismo. Del arte del entusiasmo, de la explosión de los sentimientos, del humo de la ilusión, de la magia de los sueños logrados, de… la chispa de la vida.
A. Guerra