Del griego μελαζ, μελανoζ (melas, mélanos, negro) derivan infinidad de palabras de uso común, tanto en el habla corriente como en el lenguaje especializado de los médicos. El origen de muchas de ellas es claro como el agua de una fuente: la melanita, por ejemplo, es un mineral muy brillante, negro y opaco. De forma parecida, cuando el químico veneciano Bartolomeo Bizio descubrió en 1825, en la tinta de las sepias, un «prinzipio animale particolarissimo sempre nero, nero quanto il carbone», ¿qué más natural que llamarlo melaina? Se trataba, claro está, de la actual melanina, pigmento negro de gran interés en medicina por estar presente ---además de en los calamares-- en la piel, el cabello, la coroides del ojo y la sustancia negra del cerebro humano.
A los incondicionales de mis artículos curioso-etimológicos --me gusta hacerme la ilusión de que los hay--, siempre ávidos de sorpresas léxicas, habrán de interesarles más, a buen seguro, otros ejemplos en los que la relación con el color negro resulte más oculta, más sutil, más obtusa o enrevesada. A ver qué les parece éste: entre 1826 y 1829 el famoso navegante francés Dumont d'Urville exploró Nueva Guinea y los archipiélagos occidentales de Oceanía, que halló habitados por aborígenes de piel muy oscura, por lo que dio a estas islas el nombre griego de Melanesia, que significa 'islas de los negros'.
Los médicos hipocráticos consideraban que el cuerpo humano era el resultado de la combinación de cuatro humores básicos equivalentes a los cuatro elementos o principios generadores de la naturaleza (fuego, tierra, aire y agua). Estos cuatro humores cardinales eran: la sangre, caliente y húmeda; la flema o pituita, fría y húmeda; la cólera o bilis amarilla, caliente y seca, y la bilis negra o μελαγχoλoζ (meláncholos), fría y seca. Según esta doctrina humoral, el temperamento de un individuo dependía del equilibrio entre estos cuatro humores o del predominio de uno de ellos sobre los otros. El médico actual tiende a esbozar una sonrisa de superioridad cuando lee cosas como ésta, y se lleva las manos a la cabeza sólo de pensar que tal doctrina humoral permaneciera indiscutida durante dos mil años. Cuando lo cierto es que toda nuestra ciencia y todo nuestro pensamiento positivista no ha conseguido desterrar de nuestro lenguaje los vestigios de esta antigua doctrina griega. ¿O no seguimos todavía, en los albores del siglo XXI, hablando del buen o del mal humor que tiene Pepe? Y también cuando decimos que «los ingleses son flemáticos», «hoy nos sentimos melancólicos» o «fulano montó en cólera», no hacemos más que retomar de modo inconsciente la antigua tipología humoral de los griegos, quienes distinguían cuatro temperamentos básicos según predominara uno u otro de los cuatro humores: sangre, flema, cólera y bilis negra o meláncholos. Así, el temperamento sanguíneo era alegre, de buen carácter y apasionado; el colérico era agresivo e irascible; el flemático, tranquilo, frío e impasible; el melancólico, por último, que se achacaba a un exceso de bilis negra, solía mostrarse triste y meditabundo. El término melancolía (μελαγχoλíα) lo usó ya en el sen-tido moderno Areteo de Capadocia para caracterizar los estados depresivos profundos, atribuidos a la bilis negra. Hasta épocas muy recientes la melancolía fue para los médicos el grado más grave de la depresión, aunque en el lenguaje corriente se utiliza hoy para designar un grado de tristeza más vago y sosegado.
Los médicos antiguos consideraban, además, que cada uno de los cuatro humores tenía su propia morada o asiento especial en el organismo. El lugar peculiar de la sangre era el corazón; el órgano de la bilis amarilla era el hígado; el cerebro estaba todo él integrado por flema, mientras que el lugar de secreción y depósito de la bilis negra era el bazo, por razón, evidentemente, del color oscuro del tejido esplénico. A este órgano se atribuyó, pues, la causa de la melancolía, de modo que el griego σπλην(splen) significaba tanto «bazo» como «depresión»; polisemia que conserva todavía hoy, para sorpresa del traductor novato, el inglés spleen.
Muchas más son las palabras que los dermatólogos usan a diario y pueden relacionarse sin grandes dificultades con el color negro: melanocito, célula productora de melanina; melanodermia, coloración oscura de la piel; melanoma, cáncer cutáneo de melanocitos, de color negro; melanosis, hiperpigmentación de la piel o las mucosas; melanuria, coloración negruzca de la orina; melasma, pigmentación oscura del cutis en las embarazadas; melatonina, hormona segregada en la glándula pineal y que en los animales inferiores actúa sobre los melanocitos. En otros casos, como sucede con la melancolía que acabamos de ver, la relación con el griego μελαζ resulta más sorprendente.
En el cuerpo hipocrático, en el párrafo 73 del segundo tratado sobre las enfermedades, el escritor anónimo comenta una afección que llama μελαινανoσoζ(mélaina nosos, 'enfermedad negra') y describe así: «[...] vomita algo negro como las heces del vino, unas veces sanguinolento, otras veces como el trasmosto, otras como la tinta del pulpo; otras veces como el vinagre, otras esputo y flemas y otras bilis verde. Y cuando vomita lo negro y lo sanguinolento, parece que huele como a sangre». Para cualquier médico actual está claro que el anónimo autor clásico está describiendo lo que nosotros llamamos hoy 'hematemesis en posos de café', uno de los signos más característicos de la hemorragia digestiva alta. Curiosamente, en el lenguaje médico actual conservamos el término original utilizado por el autor hipocrático, μελαινα (melena), pero aplicado a otro de los signos de la hemorragia digestiva alta que él no mencionó siquiera: la emisión de heces con sangre digerida, pegajosas, fétidas y negras como la pez.
Aún más rocambolesca es la historia del vocablo malandrín, que hoy todos entendemos como sinónimo de 'bribón', 'bellaco', 'granuja', 'tunante' o 'rufián'. ¿Quién sería capaz de remontarlo hasta τo μελανδρυoζ (to mélan dryós, 'lo negro del roble')? Pues lo cierto es que la palabra griega melandryon se utilizó en dos sentidos: por un lado, el puramente literal para referirse al corazón del roble; por otro, el metafórico para referirse a una especie de lepra, por la discromía característica de esta enfermedad cutánea. Tal es el origen, a través del latín malandria, del vocablo italiano malandrino, aplicado inicialmente a los leprosos, pero más tarde, en un nuevo ejemplo de la asociación instintiva que muchas personas establecen entre enfermedad, miseria y delincuencia --de la que todavía hoy pueden dar fe drogadictos y enfermos de sida-- fue desplazando su significado, primero, hacia 'pordiosero'; más adelante, hacia 'salteador de caminos'.
El colmo de los colmos, no obstante, es llamar calomelanos (del griego καλóζ, 'hermoso' y μελαζ, μελανoζ, 'negro') al protocloruro de mercurio sublimado, muy utilizado antiguamente como purgante, vermífugo y antisifilítico. Aun cuando parece lógico pensar, a partir del nombre, que estos polvos deben ser de un precioso color negro, en realidad son blancos blanquísimos, casi cual salidos de un anuncio televisivo de detergente. Y es que, con frecuencia, lo lógico está reñido con lo etimológico (que en casos así deberíamos llamar quizás «etimoilógico»). Ni siquiera entre los viejos libracos empolvados de las bibliotecas me ha sido posible hallar respuesta a esta incoherencia. Según parece, el término lo usó por vez primera Turquet de Mayerne en una carta fechada en enero de 1612, a la que hace referencia Lázaro Riverio en 1657 (calomelanos Turqueti seu mercurius dulcis sexies sublimatus), sin aclararnos en modo alguno el origen de tal denominación. Lo más probable es que los calomelanos recibieran este nombre por ser negros al comienzo de su preparación o porque se vuelven negros al verterlos sobre una solución alcohólica de hidróxido de amonio.