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Vol. 93. Núm. 3.
Páginas 215-216 (marzo 2002)
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De albuminuria a albinismo
From albuminuria to albinism.
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Fernando A Navarroa
a Servicio de Traducción Médica (PSBD-S). F. Hoffmann-La Roche. S.A. Basilea. Suiza.
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Como dediqué mi última colaboración al color negro, no me parece mala idea, para que nadie me tilde de racista, destinar ahora otra a su antónimo, el blanco. Y para ser aún más políticamente correcto, si cabe, daré inicio esta vez a nuestro viaje etimológico no desde el griego, sino desde el latín albus.

Su forma femenina, alba, se utiliza todavía, sin haber experimentado cambio alguno en su escritura, para designar la túnica religiosa de lienzo blanco que los sacerdotes se ponen sobre el hábito para celebrar los oficios divinos; y usamos «alba» también como sinónimo de aurora: «La del alba sería... », tal es el famoso comienzo del capítulo IV del Quijote. De modo semejante, el «albor» es la luz del alba, aunque esta palabra se usa más en sentido figurado para transmitir la idea de inicio de alguna cosa; si alguien nos habla de los albores de la vida, por ejemplo, se está refiriendo a la infancia. Cuando se toca música para festejar a alguien la llamamos «serenata» si tiene lugar de noche, pero «alborada» si se toca al amanecer.

A diferencia del castellano, la mayoría de los idiomas extranjeros carecen de una palabra específica para la clara del huevo, que llaman sencillamente «lo blanco del huevo»; así sucede en inglés (egg white), francés (blanc d'œuf), alemán (Eiweiβ), italiano (bianco d'uovo), rumano (albus de ou), holandés (eiwit), danés (æggehvide), sueco (äggvita), búlgaro (bialko), servocroata (bielánjak), ruso (belok) y muchas otras lenguas. Igual sucedía en latín con la expresión albumen ovi, posteriormente abreviada a albumen, albuminis. Y del latín deriva, a través del francés albumine, el nombre «albúmina» que recibe la proteína más abundante en la clara de huevo. Esta proteína, presente no sólo en los huevos («ovoalbúmina»), sino también en la leche («lactoalbúmina») y la sangre («seroalbúmina»), reviste gran interés en medicina, como atestiguan las palabras «albuminuria», «albuminoide» o «hipoalbuminemia», de uso frecuente entre galenos. En alemán, incluso, la palabra Eiwei β tiene tres significados: «clara de huevo», «albúmina» y «proteína» (generalización fácilmente explicable por ser la albúmina la proteína más abundante en los animales).

En la antigua Roma, el album era un encerado blanco en el cual los funcionarios romanos daban a conocer sus edictos al pueblo; en él se inscribían también las decisiones del pretor, las fiestas solemnes y los nombres de los magistrados. Existía, por ejemplo, el album senatorium, donde se hallaba la lista de todos los senadores. He escrito, por cierto, «encerado blanco», y no es redundancia; claro está que los encerados, por definición, se preparan con cera y han de ser por fuerza blancos como la cera; pero no menos cierto es que, curiosamente, los encerados actuales son en su mayoría negros o muy oscuros, como las pizarras. Pero dejemos la historia de los encerados para otra ocasión y volvamos ahora al álbum. El sentido moderno de «álbum» nació en la Alemania del siglo XVIII, donde se llamaba Album amicorum a un librito en el que se pedía a los amigos que escribieran unas palabras y su firma. De ahí que hoy llamemos «álbum» a cualquier libro o cuaderno en blanco, cuyas hojas se llenan con poesías, sellos, recuerdos, frases, fotos, autógrafos, cromos u otras zarandajas. Es también curioso, por cierto, que los modernos álbumes de cromos, cuyo monopolio europeo ostentan los hermanos Panini, aparezcan rebosantes de colorines y no contengan ni media hoja en blanco. ¡Qué le vamos a hacer! ¡Éstas son las sorpresas que nos depara la etimología, bromista incorregible!

Recién inciado el tercer milenio podemos toparnos con el latín albus donde menos lo esperamos. Es poco probable que el médico actual, sedentario y animal de ciudad, conozca la «uva albilla», una variedad de uva blanca de grano menudo y dorado, muy dulce, que se utiliza para elaborar el «vino albillo». Seguramente tampoco sepa que los caballos que tienen blancas las cuatro patas se llaman «cuatralbos» (y «tresalbos» si tienen blancas sólo tres). Es de esperar, no obstante, que al menos le suene la palabra «albugo», con que se conocen tanto las manchas blancas de la córnea como las pequeñas manchas blancas de las uñas. Y, si no ha olvidado la anatomía que estudió en los primeros cursos de la carrera, recordará que llamamos «túnica albugínea», según el nombre que le diera el anatomista danés Gaspar Bartolino (1655-1738), a la cápsula que rodea los testículos, de color blanquecino, muy similar a la albuginea oculi o esclerótica del ojo. Algunos etimólogos franceses, rizando el rizo, llegan incluso a afirmar que el francés aveugle («ciego») proviene de una hipotética forma latina alboculus («ojo blanco»).

Cuentan que en la época de los grandes descubrimientos marítimos los navegantes portugueses y españoles vieron entre las tribus de negros de la costa occidental de África, algunos de color blanco debido a un defecto de pigmentación, y los llamaron «negros albinos». Hoy este vocablo de origen ibérico ha pasado al idioma internacional de la medicina para dar nombre al defecto de pigmentación conocido como «albinismo», ocasionado por una deficiencia metabólica en la conversión de la tirosina en melanina. El término albinismo se aplica por igual a las personas y los animales, como sin duda saben bien los responsables del parque zoológico de Barcelona, mundialmente famoso desde hace más de 30 años por albergar el único gorila «albino» del mundo, el popular Copito de Nieve o Floquet de Neu, que se trajo a España el biólogo Jordi Sabater de una expedición a las selvas del Río Muni, por entonces todavía españolas. Un origen similar al comentado para el albinismo cabe aducir, fuera de la península Ibérica, para el francés alborne («rubio») o el inglés auburn («castaño claro»).

La blancura de los acantilados de la costa de Dover, contemplados desde el canal de la Mancha, explica el nombre de Albion que dieron los romanos a la isla de Gran Bretaña. Lo de «la pérfida Albión» fue posterior, y surgió a buen seguro en francés como consecuencia de la característica desconfianza que los franceses han mostrado desde siempre hacia sus vecinos del otro lado del canal. En muchos libros se ha atribuido esa expresión al emperador Napoleón Bonaparte, pero es sin duda anterior a él. En la hoja correspondiente al 5 de febrero de 1793 del Calendrier Républicain, sin ir más lejos, pueden leerse los siguientes versos firmados por un tal Ximénez:

Attaquons dans ses eaux la perfide Albion,

que nos fastes s'ouvrant par sa destruction

marquent les jours de la victoire.

Hablando como estamos del color blanco, ¿cabe imaginar algo más blanco que la típica blancura deslumbrante de los pueblos andaluces? Pues no se consigue con ningún detergente de los que anuncian en televisión, sino enluciendo o enjalbegando las paredes de sus casas. Y del latín vulgar exalbicare («blanquear») deriva precisamente este uso nuestro de «enjalbegar» en el sentido de «blanquear las paredes con cal o yeso».

Aprovecharé este último párrafo para contar la curiosa historia de otra alba palabra, en esta ocasión para mayor disfrute de los ornitólogos, si es que hay alguno entre los lectores de Actas Dermo-Sifiliográficas, que no lo creo. El nombre del alcatraz, águila marina de plumaje blanco, deriva directamente del árabe al-gattas y nada tiene que ver ni con el latín ni con el color blanco. ¿Que por qué demonios lo traigo entonces a colación aquí? Pues porque ocurre que en inglés el nombre alcatras que habían tomado prestado de españoles y portugueses se transformó en albatross por influencia del latín albus, lo cual, por cierto, parecía bastante lógico, dado el color de sus plumas. Y ocurre también ahora que los zoólogos distinguen perfectamente al «albatros» (género Diomedea) del alcatraz (género Sula) y del pelícano (género Pelecanus), pero el hablante de a pie confunde con frecuencia estas tres aves marinas de blanco plumaje. En Hispanoamérica, por ejemplo, es habitual llamar «alcatraces» a los pelícanos. Hasta el punto de que cuando el 12 de agosto de 1775 el explorador español Juan Manuel de Ayala, a bordo del San Carlos, descubrió en la bahía de San Francisco una isla con una numerosa colonia de pelícanos la llamó «Isla de los Alcatraces». Y los nombres «Isla del Pelícano» e «Isla del Alcatraz» alternaron en el uso hasta que, ya bajo soberanía estadounidense, esta isla de Alcatraz albergó una de las prisiones más famosas del mundo hasta su cierre en 1963.

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