En diciembre de 2019, aparecieron casos de neumonía atípica en la ciudad de Wuhan, en China, que tenían como agente etiológico una nueva cepa de coronavirus (SARS-CoV-2). La enfermedad recibió el nombre de COVID-19 y la Organización Mundial de la Salud la declaró «emergencia de salud pública de importancia internacional», el 20 de enero del 2020. Desde entonces, se ha extendido por diversos países y continentes con efectos incalculables1.
Ante esta situación, los sistemas de salud tuvieron que adaptarse a la nueva realidad, a través de la reorganización de la asistencia médica, posponiendo y/o cancelando las visitas ambulatorias y las cirugías de los pacientes electivos. La dermatología se vio ampliamente afectada con una gran reducción de la demanda, en la que se priorizaron los procesos clínicos como las neoplasias cutáneas malignas –carcinoma de células basales, melanoma y carcinoma de células escamosas– y las enfermedades crónicas, como la psoriasis, la dermatitis atópica y el pénfigo, entre otras2,3.
La reducción de la afluencia de pacientes tuvo como consecuencia un efecto profundo sobre la enseñanza práctica de la mayoría de los programas de residencia en dermatología. Así, los médicos residentes y sus tutores tuvieron que adoptar estrategias innovadoras de enseñanza y aprendizaje, como el uso de las tecnologías digitales, mediante plataformas de videoconferencia y aplicaciones de mensajería instantánea4,5. Sin embargo, la educación online no es capaz de cubrir todas las necesidades de la residencia, como son el desarrollo de las habilidades de exploración y diagnóstico, la confianza en la toma de decisiones clínicas y la experiencia en cirugía dermatológica.
Además, debido al intenso flujo de pacientes a los servicios hospitalarios, hubo escasez tanto de suministros sanitarios como de profesionales sanitarios. De este modo, en algunos países se convocó a médicos residentes procedentes de especialidades distintas a la medicina interna, como es la dermatología, para actuar en la atención de pacientes con COVID-192,6. Esta es la razón por la que la literatura actual ha mostrado una gran preocupación, comprensible, con la dotación de recursos humanos destinados a atender la masiva demanda de servicios sanitarios durante la pandemia de la COVID-19. Sin embargo, algunos de estos estudios abordan este tema bajo una visión superficial e inmediatista, como el de Stoj et al.7, que recurre a aspectos deontológicos para justificar la idea del médico residente como «mano de obra barata», que necesita estar siempre a disposición de los gerentes y servicios de salud.
Sin embargo, es importante recalcar que la residencia médica no es un empleo ni un «trabajo obligatorio», al contrario, consiste en el estándar de oro de la formación médica, siendo imprescindible entender y valorar a los médicos residentes como profesionales cualificados en formación especializada. Es más, es necesario reconocer las aspiraciones personales, intereses y temores de los médicos residentes en dermatología, así como las características intrínsecas de la formación de esta especialidad médica.
Desde esta perspectiva, Adusumilli et al.8 destacaron el grado de ansiedad existente entre los médicos residentes en dermatología en los EE. UU., en relación con la asignación a servicios médicos no dermatológicos –tales como las unidades de urgencias y las unidades de COVID-19–, así como en la calidad de su formación y empleabilidad una vez completada la residencia. Esta preocupación es relevante y legítima, si se tiene en cuenta que el objetivo más importante de la residencia en dermatología debe ser la formación de dermatólogos, y no de especialistas en urgencias ni intensivistas.
El plan de estudios de la residencia ha de ser protegido, incluso durante la pandemia9, de lo contrario, la formación de los futuros especialistas puede verse gravemente afectada. A la vista de esta situación atípica, los programas de residencia y las entidades médicas deben pensar a largo plazo, creando iniciativas que reorganicen el plan de estudios y garanticen una adecuada formación para los médicos residentes en dermatología. Entre las estrategias posibles proponemos la reorganización de los niveles del programa de formación práctica de la residencia, con o sin ampliación de los programas, de manera que compense las carencias formativas ocurridas durante la pandemia.
Estas decisiones son fundamentales, y han de ser ampliamente discutidas entre los tutores, los directores y los residentes, teniendo en cuenta que la sociedad y los sistemas sanitarios también demandarán dermatólogos bien formados el día después de la pandemia.