Desde sus inicios, la práctica médica se ha basado la mayoría de las veces en el llamado ojo clínico, que no es ni más ni menos que el juicio personal y la experiencia de cada profesional. ¿Quién no se ha aferrado alguna vez al dicho de que «cada maestrillo tiene su librillo»? Esta aseveración es en gran parte cierta, pues a veces tomamos una decisión clínica teniendo en cuenta fundamentalmente nuestra experiencia en ese tipo de casos. En los últimos 20 años se ha ido evolucionando hacia una mayor incorporación de la medicina basada en la evidencia en la toma de decisiones. En nuestra práctica diaria es frecuente tener que decidir las opciones diagnósticas y terapéuticas en poco tiempo y bajo el influjo de múltiples factores relacionados con el proceso asistencial. Los dermatólogos, durante una consulta habitual, nos enfrentamos a un elevado número de preguntas sobre el proceso clínico. Por ejemplo, ante un paciente con vitíligo nos podemos plantear varias dudas: ¿necesitaré una biopsia para confirmarlo?, ¿debo solicitar una analítica?, ¿se debe tratar?, ¿merece la pena tratarlo?, y, si es así, ¿con qué inicio el tratamiento y hasta cuándo espero una respuesta terapéutica? Incertidumbres como éstas nos pueden surgir en muchos de los procesos asistenciales dermatológicos.
Además, no es infrecuente que en ocasiones tengamos más dificultades para resolver estas cuestiones, debido a que los conocimientos que tenemos sobre determinada patología no están actualizados, o incluso puede darse el caso de poder llegar a tomar una decisión clínica errónea sin saber que lo es.
Como vemos, existen muchos procesos clínicos ante los cuales distintos dermatólogos pueden tener diferentes opiniones sobre las diversas opciones terapéuticas o las distintas estrategias diagnósticas ante la enfermedad. Por tanto, ante una misma patología y un mismo paciente, podemos optar por actitudes diferentes y, como consecuencia, que aparezca cierta variabilidad en la práctica clínica asistencial.
Si analizáramos de forma más pausada las posibles causas de estas variaciones injustificadas, encontraríamos que fundamentalmente se debe al desconocimiento o a la no actualización de la evidencia científica sobre los diversos procesos. El elevado número de publicaciones científicas dificulta la adquisición de conocimientos adecuados para la práctica de una medicina basada en la evidencia actualizada. Otro de los motivos que nos encontramos son las posibles presiones externas o las limitaciones expuestas por la oferta de servicios y los recursos disponibles. Así, si en un centro no disponemos de una técnica diagnóstica o de un determinado tratamiento, utilizamos otra alternativa. Y puede ocurrir también justo lo contrario, una disponibilidad elevada de algunas técnicas diagnósticas o terapéuticas puede inducir a un uso excesivo de las mismas, como acontece con algunos tratamientos dermatológicos de dudosa eficiencia.
Para atenuar en la medida de lo posible esta variabilidad injustificada y para ayudar al clínico en la toma de decisiones, existen algunas herramientas entre las que se encuentran las guías de práctica clínica (GPC).
Las GPC son documentos en los que se plasman preguntas específicas acerca de una patología y se organizan las mejores evidencias científicas existentes acerca del proceso, para que, en forma de recomendaciones, puedan ser utilizadas de forma flexible a la hora de tomar decisiones clínicas. Por tanto, no pretenden encasillar la decisión de cada profesional, sino ayudarle para que adopte la mejor opción posible.
La definición de las GPC más empleada quizá sea la que las define como: «el conjunto de recomendaciones desarrolladas de manera sistemática, para ayudar a los clínicos y a los pacientes en el proceso de la toma de decisiones, sobre cuáles son las intervenciones más adecuadas para resolver un problema clínico en unas circunstancias sanitarias específicas». Las GPC son herramientas diseñadas para solucionar problemas, no para generarlos. Ahí radica la importancia de saber cuándo necesitamos elaborar y emplear una guía de práctica clínica y cuándo no tiene sentido hacerlas o usarlas.
Pero la elaboración e implantación de una guía no sólo surge de la necesidad de disminuir la variabilidad en la práctica clínica. Otro de los motivos que nos puede llevar a su implantación es que promueven la eficiencia, mejorando la calidad y optimizando los recursos sanitarios disponibles. Por esta razón, se convierten en herramientas muy valoradas por los gestores y las administraciones sanitarias.
Así, en la mayor parte de los contratos-programa se incluyen dentro de los objetivos de calidad asistencial, entre otros indicadores, la existencia, implantación y evaluación de este tipo de herramientas. Por este motivo, los gestores de muchos centros sanitarios muestran interés en que en los distintos servicios se empleen guías, protocolos y vías clínicas. También desde el Ministerio de Sanidad y Consumo se hace una clara apuesta por el uso de las GPC en el Sistema Nacional de Salud, tal y como se refleja en las líneas estratégicas prioritarias del Plan Nacional de Calidad aprobado en 2006. Como vemos, las GPC son de gran utilidad para los profesionales clínicos, los gestores y las administraciones sanitarias.
Si intentamos buscar información acerca de las GPC encontraremos con facilidad múltiples documentos en la red y en las publicaciones científicas. Sin embargo, a pesar de la ingente cantidad de GPC que existen en la actualidad, la mayoría de las publicadas en nuestro país siguen sin tener las principales características que debe tener una guía y que son propias de las que están basadas en la evidencia científica. Entre estos requisitos figuran los de tener validez, fiabilidad, flexibilidad, reproducibilidad, aplicabilidad clínica, claridad y que esté desarrollada por un equipo multidisciplinar de profesionales. De nada nos valdría tener una excelente GPC sobre el manejo de una patología si ésta no contemplara que pueda acomodarse a las características individuales de los pacientes, a las circunstancias locales o que no fuera posible implantarla por no tener los recursos humanos o materiales para llevarla a cabo. Por todo lo expuesto, realizar una GPC con la necesaria calidad es una tarea laboriosa y complicada. Sirva como dato que en el proyecto Guía Salud del Ministerio de Sanidad y Consumo, donde se recoge el catálogo de las GPC del Sistema Nacional de Salud, de las 368 guías presentadas para su inclusión, únicamente 42 han sido incluidas cumpliendo los criterios mínimos de calidad exigibles.
En relación con las GPC relacionadas con nuestra especialidad, los problemas son similares. El número de guías publicadas en dermatología es bastante escaso, y la mayoría de las veces están realizadas por equipos de Atención Primaria, con una escasa participación de especialistas o servicios de dermatología. Cabe destacar que en el proyecto nacional, anteriormente citado, solamente 2 GPC hacen referencia a nuestra especialidad, o que en la página web de la Academia, únicamente figura una. Estoy seguro de que existen muchas más, pero pierden importancia si no somos capaces de divulgarlas e implantarlas. Otras veces se detecta un problema conceptual, utilizándose el término «guías» en documentos que realmente son protocolos internos de actuación de unidades asistenciales o algoritmos de actuación.
Disminuir la variabilidad, asegurando que nuestra asistencia sea similar en cada paciente y para cada proceso, no solamente puede lograrse con las GPC. Existen otras herramientas, como son los protocolos y las vías clínicas, destinadas a facilitar la toma de decisiones ante una patología. Los protocolos, ampliamente utilizados en algunos hospitales, plantean el problema de su carácter normativo, que puede generar rechazo entre los profesionales, y que en ocasiones se elaboran con criterios de funcionalidad más que con la evidencia científica disponible. Así mismo, las vías clínicas son útiles en patologías de curso predecible, por lo que su funcionalidad queda reducida a determinados procesos, especialmente los quirúrgicos, y está muy limitada en la mayor parte de las enfermedades cutáneas que tienen un curso crónico con reagudizaciones o evolución poco predecible.
Ante este panorama, creo que resulta necesario impulsar y favorecer los proyectos que faciliten la elaboración de herramientas para la mejora de la calidad asistencial en dermatología. Las GPC se muestran como excepcionales documentos que aportan conocimientos y experiencias basadas en la evidencia científica, útiles para tomar decisiones bien fundamentadas en situaciones de incertidumbre clínica.
En este sentido, las administraciones sanitarias y las sociedades científicas, en nuestro caso la Academia, deben asumir su liderazgo. Las primeras en la promoción y el fomento de las guías, y las segundas en la elaboración y divulgación de las mismas. Iniciativas como la sección de la página web de la Academia, en la que figuran los documentos de consenso elaborados (sólo dos), deben ser consideradas como los primeros pasos para que se favorezca la realización y la divulgación de las GPC. Creo que desde la Academia sería positivo que se fomentara, o avalara de alguna manera, la elaboración de guías relacionadas con nuestra especialidad. En esta línea, la formación dentro de la Academia de una comisión o grupo de trabajo en calidad, que coordinara e impulsara el desarrollo de este tipo de herramientas, supondría una referencia para el desarrollo de la calidad en el ámbito dermatológico.
Conflicto de intereses
Declaro no tener ningún conflicto de intereses.