HISTORIA DE LA DERMATOLOGIA
Breve historia de la dermatología en España*
ANTONIO GARCÍA PÉREZ
Presidente de Honor de la Academia Española de Dermatología.
Académico de la Real Academia Nacional de Medicina.
Correspondencia:
ANTONIO GARCÍA PÉREZ.
Serrano, 63.
28006 Madrid.
En primer lugar, muchas gracias a la iniciativa de la Junta Directiva de la Academia, y de su presidente, el profesor Luis Iglesias, de que los «eméritos» contemos algo en esta sesión extraordinaria. Cuando él me lo propuso pensé en aprovechar la ocasión para hacer un resumen breve, casi sintético, de la historia de la dermatología en España. Aparte de mi afición al tema, me indujo a ello la idea de que los actuales dermatólogos debemos conocer de dónde venimos, aunque sólo sea en un acto de humildad contra la tentación de pensar que la dermatología empieza en nosotros y que antes sólo fue la nebulosa.
Y como toda historia tiene siempre su prehistoria, la de la dermatología en España la tiene también en un precursor ilustre, que no fue ni médico, ni menos aún dermatólogo: San Isidoro de Sevilla (560-636), en los albores de la Alta Edad Media, en tiempos de los reyes visigodos, contemporáneo de Leovigildo y San Hermenegildo. San Isidoro, autor polifacético, tiene entre sus obras una, las Etimologías, que intenta ser una recopilación enciclopédica de los saberes que en su época pertenecían ya a la antigüedad clásica. De los veinte libros de que consta, el VI se titula De medicina, y su capítulo VIII está dedicado a De morbis qui in superficie corporis videntur, De las enfermedades que pueden verse en la superficie del cuerpo. En este breve capítulo, recopilando saberes de los autores clásicos (parece que, sobre todo, de Galeno, Plinio y Celso), incluye una serie de términos dermatológicos, describiendo en pocas líneas su concepto y su interpretación etimológica. Muchos de ellos son aún de uso habitual: alopecia, erisipela, lentigo, prúrigo, verruga, scabies, ulcus, lepra, etc. San Isidoro de Sevilla viene a ser así el primer autor de dermatología no sólo en España, sino en Europa y en todo el mundo occidental.
Dentro también de los precursores debemos recordar al que es seguramente el más importante: el Hospital de San Juan de Dios. Fundado en 1552 por el venerable Antón Martín, discípulo directo del propio San Juan de Dios, estaba situado en lo que hoy es plaza de Antón Martín, y de él se conserva la iglesia, actual parroquia de El Salvador y San Nicolás. Y si tenemos una imagen fidedigna de este hospital se debe a la excelente maqueta que en 1830 hizo del Madrid de su tiempo don León Gil del Palacio, expuesta en el Museo Municipal de la calle de Fuencarral (Fig. 1). El hospital fue uno de los «hospitales de las bubas» que aparecieron como consecuencia de la endemia de sífilis desencadenada en Europa desde 1495, pero en él se atendían también, quizá como subproducto, enfermedades de la piel. En su documentación primitiva, si es que existe, es donde habría que buscar los verdaderos orígenes de la dermatología. Ya en época histórica (1898) el hospital pasó a una nueva sede en la calle del Doctor Esquerdo, hasta que en 1965 fue demolido para instalar en su solar el Hospital Provincial, actual Gregorio Marañón. Un recuerdo para el Hospital de San Juan de Dios, protagonista en la historia de nuestra dermatología y cuya historia propia está aún sin hacer.
FIG. 1.--El antiguo Hospital de San Juan de Dios, tal como está representado en el plano maqueta de Madrid de don León Gil de Palacio (1830), que se conserva expuesto en el Museo Municipal de la calle de Fuencarral. (Cortesía del Museo Municipal de Madrid.)
Y siguiendo con los precursores, desde la primera mitad del siglo XIX hay en Madrid indicios de un naciente interés por la dermatología, de lo que pueden ser marcadores tres libros: la versión castellana del libro de Plenk Doctrina de morbis cutaneis, hecha por un médico militar, Antonio Laverán, y con dos ediciones, en 1798 y en 1816; el libro de Nicolás de Alfaro Tratado teórico-práctico de las enfermedades cutáneas, editado en 1840, y el Tratado de las enfermedades de la piel de Juan Luciano Murrieta en 1848. La traducción de Plenk por Lavedán marcaría, según Granjel, el verdadero comienzo de la dermatología en España; Alfaro es nuestro gran desconocido; sólo sabemos de él que fue, al parecer, médico del hospital de San Juan de Dios, y en cuanto al libro de Murrieta, está redactado, según su autor, «para que pueda ser útil a los alumnos de medicina», lo que hace pensar que en su enseñanza ya entonces había alguna inquietud dermatológica. En cualquier caso, si se editaban estos libros hay que admitir que era porque tendrían lectores.
El paso siguiente, tratado ya en un reciente artículo en Actas (1997;88:421-33), fue la creación en la Facultad de Medicina de dos asignaturas, Enfermedades cu-táneas y Sífilis, encomendadas a «profesores especiales» --que no «especialistas»-- que fueron, respectivamente, Patricio Salazar y Francisco Alonso Rubio. Las circunstancias de creación de estas enseñanzas y su propia fugacidad nos inducen a creer que respondían más a criterios políticos que a otra cosa.
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Y entramos ya en la historia, con dos ideas previas de historiografía médica general. Primera: según Laín, una especialidad nace cuando la complejidad del saber médico lo exige, cuando hay una demanda social de ella y cuando hay núcleos de población suficientes para que se justifique la actividad monográfica del especialista, incluso desde el punto de vista económico. Y por otra parte, y como corolario de esta última condición, Sánchez Granjel observa que en España las especialidades nacen de manera independiente en los dos focos de población más importantes: Madrid y Barcelona. Expondremos ambos sucesivamente.
En Madrid, José Eugenio de Olavide (1836-1901) fue sin duda el verdadero creador de la dermatología en España. En 1860 va al Hospital de San Juan de Dios, encargándose de una enfermería dermatológica, diferenciada de la dedicación preferentemente venereológica del hospital hasta entonces. Olavide fue autodidacta y excelente clínico. Nunca fue docente oficial, aunque hizo numerosos «cursos libres». Pero su mayor mérito fueron tres grandes obras: la creación de un laboratorio en el hospital, que fue germen de los del Hospital Provincial, su libro monumental Dermatología general y Clínica iconográfica de las enfermedades de la piel o dermatosis (Madrid: Impr. Fortanet, 1872), en dos volúmenes a doble folio, con 160 láminas cromolitografiadas, pintadas al pie del enfermo por un pintor, Acevedo, que además, a diferencia de otros atlas semejantes, presenta la novedad de que cada lámina se acompaña de la historia clínica del paciente, y su museo de figuras o moldeados de cera, en la que un escultor, Enrique Zofío, perpetuó bajo su dirección unos 400 casos clínico de su época, continuándose después la colección hasta tener más de 1.000 piezas, todas acompañadas también de su historia clínica. Este museo, que los dermatólogos de mi época hemos llegado a conocer en San Juan de Dios, está almacenado en los sótanos del actual Hospital Gregorio Marañón y la Academia se ha impuesto el deber de recuperarlo.
Sucedió a Olavide don Juan de Azúa Suárez (1859-1922), sucesor, pero no discípulo, de Olavide. También autodidacta, formado sobre todo en la clínica, sus ideas, influidas ya por Hebra, son en gran medida originales. Hizo una dermatología objetiva sobre la base de su propia experiencia clínica. Fue profesor interino en la Universidad desde 1892, y obtuvo la primera cátedra de Dermatología de España en 1911. Sin duda su obra fundamental fue la creación de la Sociedad Española de Dermatología y Sifiliografía en 1909, que pasaría a llamarse Academia en 1926, y su revista Actas Dermosifiliográficas, publicada desde entonces sin interrupción hasta hoy. No puedo pararme a hacer una historia de la Academia y su revista; quede ello para otra ocasión. Ahora sólo diré que nuestra Academia nació con 26 socios fundadores y hoy tiene más de 1.300. Pero Azúa, hombre de acción, de clínica, de cátedra --don Carlos Jiménez Díaz dejó escrito en una ocasión que él y don Juan Madinaveitia habían sido sus mejores maestros-- y que dejó escritos innumerables trabajos nunca tuvo tiempo ni tranquilidad para hacer «su libro», que anunció como propósito alguna vez, pero que nunca llegó.
Azúa fue un gran maestro y creó una escuela con una continuidad tal, que puede decirse que la mayoría de los que estamos aquí somos discípulos suyos, más o menos remotos. Entre los que fueron sus discípulos directos le corresponde el primer puesto a don José Sánchez Covisa (1881-1944), jefe de servicio en San Juan de Dios desde 1913, catedrático de Madrid (1926), presidente de la Academia en más de un turno, decano de la Facultad de Medicina y presidente del Colegio de Médicos. Tuvo una formación previa como internista, lo que imprimió un carácter a su concepto de la dermatología que ha perdurado a través de su escuela. Y junto a él, en un inseparable binomio, Julio Bejarano (1893-1965), que aunque fue ya el primer discípulo de Covisa, en seguida se trasformó en su más íntimo colaborador, hasta el punto de que Covisa, en un acto de generosidad nunca igualado, le asoció a su jefatura de servicio, figurando en el membrete de sus recetas Servicio de los profesores Covisa y Bejarano. El magisterio de Covisa y Bejarano se extendió hasta la guerra de 1936-1939. Publicaron mancomunadamente un libro, Elementos de dermatología (1936), que hubiera debido tener gran repercusión en nuestra especialidad, pero que nació bajo un trágico sino, no sólo por aparecer pocos meses antes de la guerra, sino porque además --y de ello fui testigo presencial a mis 13 años-- uno de los bombardeos de Madrid en noviembre de 1936 destruyó la editorial que lo había publicado, la Unión Poligráfica en la calle de San Hermenegildo, y con ella, probablemente, la mayor parte de la edición aún sin distribuir, lo que hace que hoy sea un libro raro.
Pero además el magisterio de Covisa y Bejarano se desmoronó con la guerra. Ambos eran de ideología republicana, y Bejarano, que fue también presidente de la Academia y después del Colegio de Médicos, fue político activo, siendo director general de Sanidad en 1933 con los gobiernos del primer bienio de la República. Al final de la guerra ambos se exiliaron, Covisa a Venezuela, donde falleció prematuramente (1944), Bejarano a Méjico, donde mantuvo su actividad en el Hospital Español hasta fallecer en 1965. Pero de su etapa mejicana apenas tenemos noticia, lo que es una importante laguna en nuestra historia dermatológica.
Entre los otros muchos discípulos de Azúa recordaré a don Enrique Álvarez Sainz de Aja (1884-1965), coetáneo de Covisa, que fue jefe de servicio en San Juan de Dios al mismo tiempo que él, desde 1913. Aparte de crear su propia escuela, merece pasar a la historia por varios hechos: el haber mantenido vivas la Academia y su revista Actas durante la guerra de 1936, dirigidas ambas por un «triunvirato» provisional, del que con él formaban parte Gay y Eduardo de Gregorio, de Zaragoza, y que llegó en su dinamismo hasta a organizar un Congreso en Sevilla en plena guerra, en 1939; el haber mantenido una relación internacional como delegado para España de la Liga Internacional de Sociedades Dermatológicas, el haber iniciado la conexión con la dermatología portuguesa, con los congresos conjuntos hispano-portugueses y su participación en la gestación del Colegio Ibero-Latino-Americano de Dermatología, fundado en 1948. Fue también presidente de la Academia en varios turnos, y tuvo constante presencia en lo que podría llamarse «política dermatológica» en su época. Merece también un recuerdo el que acogiera en su servicio, en circunstancias difíciles de postguerra, a don Julio Rodríguez Puchol, excelente patólogo, que vino a ser de esta manera el primer dermopatólogo en España. Y entre los discípulos de Sainz de Aja recordaré especialmente a don Luis Álvarez Lowell (1915-1981), que fue también jefe de servicio en San Juan de Dios y presidente de la Academia.
A su vez discípulos de Covisa y Bejarano fueron, entre otros muchos que no es posible citar aquí, don José Gay Prieto (1905-1979) y don José Gómez Orbaneja (1908-1987). Gay amplió su formación dermatológica en Francia, Alemania y Suiza, fue catedrático de Granada en 1932, pasando a Madrid en 1940 y entró como jefe de servicio en San Juan de Dios en 1943. Fue presidente de la Academia en varios turnos, académico de la Real de Medicina y jefe de la lucha antivenérea y antileprosa de España junto con Félix Contreras, de 1951 a 1956, y posteriormente jefe de la sección de Lepra y Enfermedades Venéreas de la OMS en Ginebra de 1956 a 1961, además de ser también otro de los promotores del CILAD. Perteneció al Comité Internacional de Dermatología, del que fue un tiempo presidente. Publicó su libro en dos volúmenes --Dermatología y Venereología-- que todos hemos manejado, y que alcanzó el de Dermatología nueve ediciones. Su escuela, de la que hay aquí representantes directos, es una de las más importantes ramas de la de Covisa, y sólo recordaré a algunos ya desaparecidos --me propongo no hablar en ningún momento de los que aún están o estamos aquí: don Luis de Azúa (1913-1977), catedrático en Zaragoza; don Bernardo López Martínez (1912- 1974), en Cádiz y Sevilla; nuestro inolvidable don Gerardo Jaqueti del Pozo (1917-1988), jefe de servicio en San Juan de Dios y luego en el Gregorio Marañón, además de don Joaquín Soto de Usa (1892-1977), pionero de la radioterapia dermatológica; don Antonio López Villafuertes, don Manuel Álvarez Cascos, don Diego Carrillo Casaux (1911-1998) en Málaga y tantos otros.
Don José Gómez Orbaneja (1908-1987), discípulo también de Covisa y Bejarano y uno de los más excelentes clínicos de dermatología de todos los tiempos, completó su formación en Viena y en Zurich. Fue jefe de servicio en San Juan de Dios en 1943, catedrático en Valladolid en 1946 y en Madrid desde 1962; presidente de la Academia, fundador del CILAD junto a Sainz de Aja, Gay y Contreras, y académico de la Real de Medicina. Publicó un libro, Lepra, en 1953, y posteriormente otro, Dermatología, en 1972, libro de madurez, de gran originalidad, por contener no «literatura de literatura», sino su propia experiencia de muchos años. Fue cabeza de otra rama frondosa de la escuela de Covisa, a la que pertenecemos muchos de los que hoy nos encontramos aquí. Mi decisión de no nombrar más que a los que ya no están con nosotros limita la nómina en esta ocasión. Un recuerdo a don Antonio Beltrán Alonso (1907-1961), a don Francisco Martínez Torres (1908-1989) y a algunos profesores hispanoamericanos --la escuela de Orbaneja se caracterizó por la gran afluencia de discípulos de esos países de habla castellana-- de los que recordaré a los profesores Ollague (Ecuador), Oswaldo Ramírez (El Salvador) y Salvador Pons (Argentina).
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La Escuela catalana nace, como decía al principio, independiente de la de Madrid, aunque prácticamente al mismo tiempo. Su fundador fue don José Giné y Partagás (1836-1903), contemporáneo, por tanto, de Olavide. Era catedrático de Patología Quirúrgica en Barcelona, y desde su cátedra se dedicó al cultivo y la enseñanza de la dermatología. En 1880 publicó un Tratado clínico iconográfico de dermatología y en 1883 otro de Venereología, en los que el texto se completa con láminas, con la novedad de incluir algunas fotografías clínicas, seguramente las primeras que se produjeron en España. Fue de gran cultura y polifacético, dedicándose a cirugía, dermatología, psiquiatría y medicina legal.
No sé si podría considerarse discípulo de él a su sucesor, don Jaume Peiry Rocamora (1877-1950), quizá el verdadero fundador de la dermatología catalana. Profesor de dermatología desde 1905, catedrático desde 1915 hasta su jubilación en 1947, tuvo gran actividad nacional e internacional. Perteneció también al Comité Internacional de Dermatología. Fundó en 1925 la Societat Catalana de Dermatología i Sifiliografía, siendo director de su Butlletí, y fue académico y después presidente de la Real Academia de Medicina de Barcelona. Publicó su libro de Dermatología, y fue fecundo publicista, no sólo de monografías y trabajos de la especialidad, sino también de historia, aportando al Congreso Internacional de Copenhague una síntesis de la historia de la dermatología en España, e incluso produjo literatura de creación. Contemporáneos de Peiry, fueron otros dermatólogos catalanes, entre los que recordaré a don Pelayo Vilanova y a don Pablo Umbert (1877-1922), primero de una dinastía, que se continuó con don Enrique Umbert (1916-1996) y que está ya en su tercera generación.
Peiry creó escuela, pero como en el caso de Olavide, su sucesor en la cátedra no fue discípulo suyo. Don Xavier Vilanova Montiú (1902-1965), hijo de don Pelayo Vilanova, se formó en París y Estrasburgo y fue catedrático en 1942, primero en Valladolid y Valencia, después en Barcelona en 1947. Creó su escuela, de la que, como las de Gay y Orbaneja, algunos de sus miembros están hoy entre nosotros. Fiel a mi criterio de no nombrar más que a los ya desaparecidos, el primero de sus seguidores fue don Felipe de Dulanto Escofet (1915-1998), que obtuvo cátedra en 1953 en Santiago, pasando poco después a Granada, en donde a su vez crea también su propia escuela, cuya característica principal fue la novedad de incorporar a la dermatología su faceta quirúrgica, que ha tenido gran aceptación por parte de la mayoría de los dermatólogos. Y de escuela de Dulanto fue a su vez nuestro inolvidable don Miguel Armijo (1940-1997), catedrático en Salamanca desde 1976, presidente también de nuestra Academia y prematuramente desaparecido hace bien poco tiempo.
Fue también discípulo de Vilanova don Joaquín Piñol Aguadé (1917-1977), uno de sus más estrechos colaboradores y su sucesor en la cátedra desde 1967 hasta su también prematura desaparición. Fue enormemente laborioso, y buena parte de su producción vio la luz en revistas de lengua francesa. Y también don José Cabré Piera (1933-1981), formado como postgraduado en Alemania, catedrático de Cádiz en 1965, después, en la entonces recién creada Universidad Autónoma de Barcelona, de la que fue rector, y por último, en Madrid como sucesor de Gay en 1977, hasta su también prematura desaparición en 1981. Fue presidente de la Academia y miembro del Comité Internacional de Dermatología.
No sólo en Madrid y Barcelona tuvo la dermatología un comienzo independiente. También otras ciudades ven nacer la especialidad antes de recibir influencias de alguna de las dos citadas, sobre todo las ciudades tradicionalmente universitarias. En Sevilla, don Ramón de la Sota y Lastra (1832-1913) fue el primer profesor de la asignatura, cultivando a la vez la otorrinolaringología. Publicó un libro, Enfermedades de la piel, que tuvo tres ediciones. Le sucedió en la enseñanza desde 1910 su discípulo don José Salvador Gallardo (1880-1966), y debemos recordar también a don José Conejo Mir (1904-1993) y a don Tomás Rodríguez Moreno (1909-1992). En Granada fue catedrá-
tico también don José Pareja Garrido (1857-1935). En Valladolid la dermatología no tuvo su origen en la cátedra, sino en el Hospital Provincial de Santa María de Esgueva, con don Antonio Ledo Dunipe (1870- 1924) y don Eduardo Ledo Dunipe (1902-1983), primeros eslabones de una dinastía que va por la cuarta generación. En Valencia la cátedra se dotó muy tardíamente, obteniéndola don José Fernández de la Portilla (1890-1943), que fue presidente de la Academia de Dermatología en varios turnos y académico de la Real de Medicina, y después de un breve paso por ella de don Xavier Vilanova, la desempeñó don José Esteller Luengo (1901-1980). En Santiago, don Manuel Pereiro Cuesta (1891-1952) empieza otra dinastía de dermatólogos, que cuenta ya con tres generaciones. Ha habido también muchos dermatólogos de gran prestigio en éstas y en otras ciudades, pero quedará el citarlos para otras ocasiones, que espero que no faltarán.
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Hasta aquí esta primera y urgente revisión de algunos de los que fueron nuestros antecesores, sin poder incluir, por supuesto, todos los que deberían incluirse, y sin pasar casi de sólo enumerarlos. Nos quedará sin decir lo más importante: la obra de cada uno, que al encadenarse con la de sus maestros y continuarse con la de sus discípulos forma la trama sobre la que se ha tejido nuestra dermatología actual. Y también nos queda sin citar injustamente a esa verdadera multitud de los que han ejercido nuestra especialidad silenciosa y honestamente en todos los rincones de España, contribuyendo a su desarrollo y progreso.
Nos falta tiempo y espacio también para la historia de algunas ramas concretas de la especialidad: la Venereología, de venerable antigüedad entre nosotros desde Francisco López de Villalobos y su Tratado de las pestíferas bubas en 1498, y, como quedó ya dicho más arriba, el Hospital de San Juan de Dios desde su fundación en 1552, o la Leprología, de fecunda actividad desde los años 1940-1970, en la que destacaron en España y fuera de ella varios de los ya citados --Gay, Orbaneja, Antonio Beltrán, Diego Carrillo, Vilanova-- además de otros, como don Mauro Guillén, don Félix Contreras (1900-1984), don Antonio Cordero Soroa, don Victor Martínez Domínguez, don Francisco Daudén y don Benigno Pérez Pérez. Protagonistas en la historia de la leprología son también las instituciones para atender a los enfermos de lepra, desde los históricos Hospitales de San Lázaro repartidos por toda España hasta Fontilles, Trillo o Chapinería. Pero todo esto y lo demás, como la historia de nuestra Academia y de su revista Actas, de sus congresos, de sus conexiones con las sociedades dermatológicas de otros países, sobre todo la portuguesa, que cristalizó en los Congresos Hispano-Portugueses o Luso-Espanholes desde 1946 hasta 1987, de la fundación del CILAD, o las repercusiones de los avatares sociopolíticos en nuestra dermatología --el cuerpo de Médicos de la Lucha Antivenérea desde 1928, la creación de la Seguridad Social y su red hospitalaria, la legislación universitaria, la aparición del sistema MIR, y muchas otras cosas-- resultaría demasiado largo. Por hoy creo que lo dicho es bastante para estimular nuestro conocimiento histórico --ese «de dónde venimos y a dónde vamos» que es la historia.
Y para terminar, mi agradecimiento a los ya muchos compañeros de especialidad, que sin dejar de ser y actuar como dermatólogos se han dejado enganchar por la historia. No los voy a citar aquí, pero querría pedir que constara nuestra gratitud a todos ellos.
García Pérez A. A short history of dermatology in Spain.
* Nota de la Redacción: Con motivo de la Asamblea General celebrada en Madrid el 22 de mayo de 1999 la Academia Española de Dermatología y Venereología rindió homenaje a los profesores García Pérez, Álvarez Quiñones, Pereiro Miguens, De Moragas y Mascaró. Con tal motivo los homenajeados disertaron sobre diversos aspectos del pasado, presente y futuro de la dermatología, por lo que nos ha parecido que dichas intervenciones tendrían un perfecto acomodo en nuestra sección de «Historia de la dermatología». Y para darles un mayor realce en lugar de publicarlas juntas irán apareciendo en cada uno de los sucesivos números de Actas.