Cuando el Director de Actas Dermo-Sifiliográficas me pidió que con motivo del Centenario de la Academia Española de Dermatología y Venereología (AEDV) redactase algún relato de mis tiempos a la cabeza de ésta, le respondí que aceptaría gustoso, pero que no estaba convencido de que mis reminiscencias tuviesen interés para la mayoría de los académicos y lectores. Sin embargo insistió, y aquí estoy, sentado frente al teclado de mi ordenador, intentando hacer memoria. Es por ello que he elegido como título«Amarcord»(a m'arcord=lo recuerdo), tomado de la espléndida película de Federico Fellini en la que los recuerdos van y vienen, al igual que las gruesas motas de polen que danzan en la pantalla en las primeras secuencias del film («le manine scoincidono nel nostropaese con la primavera; sono delle manine di cui chegirano, vagano qua e vagano», lo que en traducción libre de aquella voz de fondo sería: «los copos de polen que vuelan, en nuestro pueblo indican la llegada de la primavera; giran y voltean acá y allá»).
Mi etapa como Presidente de la Academia Española de Dermatología y VenereologíaEn primer lugar, de interés más anecdótico que histórico, quiero señalar que, cuando me presenté a la elección de Presidente de la AEDV en 1977, éramos tres los candidatos: Antonio García Pérez, Miguel Armijo y yo. En aquellos tiempos se votaba al Presidente y ulteriormente éste constituía una Junta Directiva que proponía al refrendo de los Académicos. Yo tuve el honor de recibir el mayor número de votos y, al ser Miguel Armijo el segundo en sufragios, le pedí que aceptase el cargo de Vicepresidente, a lo que accedió. Si bien en aquella época todavía no habíamos cimentado lo que después sería una estrecha amistad y un profundo afecto, este fue el inicio de una no siempre cómoda relación, pues por entonces nuestras opiniones eran con frecuencia distintas, cosa que años más tarde se tornó en ir siempre juntos en hechos e ideas.
Esto que refiero es un dato a tener en cuenta, habituados como estamos en la actualidad a que, en todas las esferas, quienes se enfrentan en elecciones queden a partir de ellas más distantes que con anterioridad. Pero los que habíamos vivido las rencillas y conflictos que enfrentaban y eran casi el modo de vivir de muchos de nuestros mayores, no deseábamos más desavenencias y estábamos deseosos de concordia y cooperación. De todo ello surgió una generación de dermatólogos entre los que, poco a poco, el deseo de avanzar juntos y el compañerismo primó siempre sobre la rivalidad, ya fuese de escuela ya personal. Y de lo que apunto pueden dar fe muchos académicos veteranos que lo vivieron.
La Junta Directiva que siguió a esta elección estaba constituida por Miguel Armijo, Luis Iglesias, Evaristo Sánchez Yus, José Marrón y luego Juan Ocaña como vicepresidentes, y Agustín Martín Pascual como secretario general (recuerdo con profunda estima su papel siempre moderador en todas las circunstancias); el redactor jefe de Actas Dermo-Sifiliográficas inicialmente fue Carlos Gay y luego Luis Olmos, el secretario de redacción Francisco Carapeto, el tesorero Francisco Corripio, el contador Juan Uruñuela, el administrador Antonio Castro, el bibliotecario Jaime Toribio y los secretarios de actas Mario Lecha, José Luis Díaz Pérez, Valentín Santidrian, Julio A. González, Enrique Marqués y Arístides Fonseca. Era así un equipo en el que había representación de diversos grupos y escuelas, que supo trabajar y del que en parte nació el espíritu de armonía que luego prevaleció.
Cuando iniciamos nuestro mandato las Actas Dermo-Sifiliográficas pasaban por un mal momento: había un retraso de ocho meses en la impresión de sus ejemplares por la asfixia económica que representaba un déficit en las arcas de tres cuartos de millón de pesetas. No era tanto que faltasen originales, como fondos para seguir adelante. Fue así que tuve que entrevistarme con los propietarios de Garsi (García Sicilia, padre e hijo), editores de la revista, para encontrar una solución. Me responsabilicé de cubrir los gastos en caso de no encontrar fondos para ello, siempre que ellos hiciesen lo propio y recuperasen el retraso a pesar del prolongado impago. Nos reunimos o hablamos con los anunciantes y con firmas que no lo eran para pedir apoyo y solicitar nueva publicidad. Cada cual cumplió con su palabra y al año y medio la revista había recuperado el retraso. Cuando, cuatro años y medio más tarde (en 1982), dejé la presidencia y la Junta se renovó (fig. 1), tuvimos la satisfacción de que Actas, bien dirigidas por Luis Olmos, estaba al día, se distribuía puntualmente y en caja había un activo de tres millones y medio de pesetas (mucho dinero en aquellos tiempos), de los que no quisimos disponer para que la Directiva entrante los administrase sin las penurias que inicialmente habíamos pasado nosotros.
Como nota adicional cabría añadir que, durante aquellos años, todos los desplazamientos y estancias en Madrid, tanto míos como de los miembros de la directiva, fueron sufragados individualmente por cada uno, como era costumbre. Tras cuatro años como Vicepresidente y cuatro y medio como Presidente de la AEDV, a mis amigos no médicos (industriales, comerciantes o de otras profesiones) que, al igual que cuando vamos a un lejano congreso a presentar una conferencia o cuando escribimos un laborioso artículo, nos preguntan el consabido: «¿y tú qué obtienes con ello?», a modo de chanza les decía que mi paso por la Directiva me había representado el equivalente al coste de un coche, a cambio de mayor satisfacción que si hubiese disfrutado de éste.
Si bien esos años fueron verdaderamente gratificantes, no tanto por las metas obtenidas como por la ilusión del esfuerzo en andar juntos ese camino, la única frustración fue tener que retirar la candidatura presentada por España en 1982 para organizar, cinco años después, el Congreso Mundial de Dermatología en Madrid. Poca ayuda, mínima disponibilidad de financiación, escaso ánimo entre quienes juntos hubiésemos podido llevarlo a cabo (un Mundial no lo hacen un presidente -lo hubiera sido el Profesor Gómez Orbaneja- y un secretario general -lo hubiera sido yo-, sino muchos más y con ganas de ello). ¿Eran los últimos restos de la situación de discrepancias de antaño? O tal vez no supe contagiar entusiasmo ni encontrar los apoyos financieros que ulteriormente otros sí hallaron cuando, veinte años más tarde, volvió a proponerse dicho objetivo. No tengo la respuesta. Pero esa es la única laguna, la única desilusión de un periodo del que me siento honrado en haber desempeñado un protagonismo. Porque, aunque tengo la seguridad de que mi aportación fue pequeña, el granito de arena que significó recuperar el equilibrio económico, la continuidad de la revista y nuestra participación en abrir una época de concordia, fue probablemente una buena base para lo que ulteriormente llevaron a cabo quienes nos sucedieron.
Soy miembro de numerosas sociedades científicas nacionales e internacionales y en varias de ellas he desempeñado puestos relevantes. Pero de la que me siento más orgulloso, y la que será siempre«la mía», es la Academia Española de Dermatología, en la que llevo ya 53 años como miembro.
Mis recuerdos de los Actos del Cincuentenario de la Academia Española de Dermatología y VenereologíaCorría el año 1959. Estaba yo en Barcelona durante un breve paréntesis en mi larga estancia de una década en el Hospital Saint Louis de París, gestionando la beca que me permitiría subsistir un año más en la capital francesa y asistiendo por las mañanas al servicio del profesor Vilanova. Fue entonces cuando me enteré de que la AEDV iba a celebrar el 50.° aniversario de su fundación. Una mañana, nuestro jefe, el profesor Xavier Vilanova, me llamó a su despacho y me lo comunicó. Me dijo que, como en las fechas decididas para ello (18 y 19 de mayo) él no podía desplazarse a Madrid, yo sería la persona designada para representarle (la verdad es que aquí simplifico, pues inicialmente me dijo que quería que yo asistiese y, más adelante, que quien representaría a nuestro servicio sería yo). Añadió que me pagaría todos los gastos («Te pagaré el billete de tren -prefiero que no vayas en avión para no estar intranquilo por ti—, el alojamiento y unas dietas para que puedas dignamente moverte en la ciudad e invitar a una copa o una cena a algún colega»-me dijo-. «Presentarás tu propia comunicación y leerás también las otras del servicio cuyos títulos y firmantes ya hemos enviado». Y añadió con su sonrisa irónica: «y al regreso te invitaré a cenar para que me lo cuentes todo, incluidas las copas y las salidas nocturnas»). Quedé perplejo, pero, naturalmente, acepté lo que me pareció una sorprendente propuesta. Yo, uno de los más jóvenes del equipo, alejado del mismo durante un tiempo ya que pensaba pasar uno o dos años en Francia, iba a ser el representante de nuestro servicio en los actos del Cincuentenario de la AEDV.
Ignoro cuál fue el motivo exacto por el que Vilanova decidió no asistir y por el que otros no lo hicieron. De lo que estoy seguro es de que fue una decisión suya, ya que su autoridad no era ni discutible ni discutida. ¿Se le ignoró en la planificación de aquellas jornadas? ¿Hubo algún tipo de roce, personal, institucional, o algo de tal naturaleza que le hizo tomar tal decisión? Sería verosímil, dadas las tensas relaciones entre personas y escuelas a las que antes me he referido. Y ¿por qué elegirme a mí como representante del servicio para tal acontecimiento? Probablemente porque era joven, neutral y estaba teóricamente en periodo de formación post-especialización lejos de España. Evidentemente no hice las preguntas que probablemente tampoco hubiesen obtenido respuesta (¿o tal vez sí?). Y es por ello que hoy únicamente puedo emitir conjeturas ya que desconozco parte de los hechos. Así refiero la anécdota y no la historia.
Los días se me hicieron largos escribiendo mi propia comunicación sobre«Pigmentaciones grisazuladas cutaneomucosas en enfermos tratados con antipalúdicos de síntesis»y leyendo (cuando me los facilitaron) los otros cinco textos que tendría que presentar en la reunión.
De los actos del Cincuentenario tengo poco que transcribir en esta corta narración. La sesión presidida por Enrique Álvarez Sainz de Aja fue solemne y formal. Mucha e inesperada deferencia hacia mí. Aunque conocía a pocos, conocí a muchos. Comidas con algunos congresistas (fig. 2), en las que encontré e inicié una amistad que perduraría siempre con Pepe Terencio de las Aguas.
E, ignorando las tensiones entre nuestros mayores, me fui de cena y de copas con jóvenes como yo, que veíamos la vida, nuestra formación y el trabajo con la mente abierta a todo y sin recelos.
Lento regreso en aquellos trenes de entonces. Noche en vela de charla con desconocidos compañeros de viaje sin relación con la profesión, de los que con alguno volví a encontrarme antes de mi regreso a Francia.
Y después, la invitación a cenar con Vilanova. Rígido, escueto y autoritario en el servicio, era como un amigo mayor cuando, fuera del recinto hospitalario, te invitaba a una cerveza o a comer.
Le expliqué con detalles todo lo referente a la sesión del Cincuentenario. Estuvo satisfecho de que me hubiesen mostrado deferencia («Eras nuestro representante»). Al final inquirió: ««Ahora cuéntame de tus salidas nocturnas y las juergas que has vivido con los jóvenes que estuvieron allí». «Jefe —le dije—, cuando me propuso ir a esa sesión Usted me pidió que luego se lo contara todo. Pero realmente creo que lo que hice o dejé de hacer en mis horas libres no debe ser motivo de relato ni de fabulaciones. ¿No le parece que eso está fuera de los actos de servicio?». Sonrió ampliamente, mucho más abiertamente que cuando lo hacía en el hospital. «¡¡Insolente! Tu negativa me dice más que si me hubieses contado algo», y acto seguido pidió otra copa para ambos.