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Vol. 93. Núm. 10.
Páginas 611-612 (Diciembre 2002)
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Profesor Adolfo Aliaga Boniche
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Francisco Camacho Martínez, José Luis Díaz Pérez, Antonio Ledo Pozuetz, José María Mascaró Ballester, Jordi Peyrí Rey, Pablo Umbert Millet
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(20 febrero 1941-1 octubre 2002)

A MODO DE ELEGIA, EN RECUERDO DE NUESTRO AMIGO EL PROFESOR ADOLFO ALIAGA

Amigo que te vas,

vacío inmenso,

¿qué calor y qué sol

evaporarán nuestras lágrimas?

Estábamos en Praga donde acababa de comenzar el Congreso de la Academia Europea de Dermatología y Venereología cuando nos llegó la dolorosa pero, por desgracia, no inesperada noticia del fallecimiento del profesor Adolfo Aliaga. Era el final anunciado de dieciocho penosos meses de incredulidad primero, esperanza después, y angustia y sufrimiento en los últimos tiempos.

Adolfo Aliaga acababa de cumplir los sesenta años cuando se inició la que iba a ser terrible e inexorable enfermedad. Llevaba treinta y tres como jefe de servicio, cinco como catedrático de Dermatología y estaba en la plenitud de su saber, experiencia y capacidad de trabajo, lo que nos permitía esperar todavía mucho de él.

Su espíritu de liderazgo le hizo asumir desde muy joven el papel que siempre supo desempeñar después. Jefe de una de las más prestigiosas escuelas dermatológicas de nuestro país, consiguió formar un equipo humano de enorme calidad que encontraba en él a la vez al maestro y al amigo, a quien dirigía y sabía trabajar tanto o más que cualquiera de ellos.

El impacto científico del profesor Aliaga en la Dermatología española e internacional ha sido muy grande. Autor e instigador de numerosísimos estudios publicados en las revistas más prestigiosas, estaba presente en todos los acontecimientos relevantes de nuestra especialidad. Se contaba con él como pieza fundamental, no sólo por la calidad de su contribución científica directa, sino también por su espíritu joven y entusiasta, constantemente en busca de aprender algo que no hubiese leído, cosa harto difícil ya que era uno de los dermatólogos mejor informados que hemos conocido, siempre al corriente de toda novedad.

Abarcaba y poseía todas las facetas del dermatólogo completo: clínico de excelencia, gran dermatopatólogo, sagaz terapeuta, docente ameno y serio investigador.

Nuestro especial recuerdo va ahora a los muchos momentos que pudimos compartir con él. Aquellas reuniones científicas a las que regularmente concurríamos, así como cualquier lugar en donde se debatiera el presente o el futuro de nuestra especialidad.

Uno de nuestros puntos de encuentro habitual era la Academia Americana de Dermatología, donde coincidíamos o nos cruzábamos en las múltiples sesiones simultáneas. Tomaba notas. Las más de las veces él sabía ya de antemano lo que se presentaba como novedad.

Y terminado el ajetreo del día, íbamos juntos a beber unas cervezas o a comer. Aparecía entonces el Adolfo abierto, simpático y ocurrente, que disfrutaba de la amistad y la camaradería, capaz de compartir un sencillo refrigerio, pero siempre que era posible escoger minuciosamente y saborear una buena cena en nuestra compañía.

¡Cómo sigue en nuestros oídos el eco de aquella risa suya, tan personal y llamativa, que incitaba a seguir riendo con él! Y ese difícil «saber hacer y saber estar» en todo lugar que le era propio y no se puede improvisar.

Vivimos juntos momentos inolvidables en sesiones de trabajo, en viajes y en tantas circunstancias que sería interminable mencionar. Con él y con Victoria, su esposa, pasamos veladas que nunca dejaremos de recordar.

¡Qué tristeza saberte ahora ausente! ¡Cómo te echaremos a faltar cuando algunos de nosotros volvamos a esos lugares que juntos frecuentábamos!

Pero en realidad seguirás estando con nosotros. Estarás en nuestras mentes, en nuestra memoria y en nuestro corazón. A la Dermatología le quedan tus trabajos, a tus discípulos tu ejemplo y enseñanzas. Y aquellos a quienes distinguiste con tu sincero afecto nos queda el recuerdo del gran amigo a quien jamás podremos olvidar.

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