La ciencia actual se basa en el inductivismo. Según este método, todo el conocimiento está basado en la experiencia. Los científicos reúnen un gran número de observaciones o repiten muchas veces un mismo experimento. Después, de los datos recogidos infieren (con prudencia y circunspección) una cierta generalización, que permitirá formular leyes generales y predicciones. Si los datos reunidos no son suficientes, las inducciones científicas nunca pueden alcanzar una certeza absoluta, aunque sí un alto grado de probabilidad1. En ciertas disciplinas, como las ciencias médicas, estos experimentos son fundamentales para establecer este tipo de inducciones.
Los avances médicos se producen, según esto, por el método experimental que ya enunciara Claude Bernard2. Sin embargo, el carácter social y humano de la medicina exige que se tenga siempre en cuenta en su actuación los elementos esenciales de la condición humana. El propio Bernard afirmó que el progreso científico no justifica violar el bienestar de ningún individuo. La necesaria práctica de experimentos debería realizarse respetando los principios éticos, que siempre han presidido la práctica médica y que, tradicionalmente, se atribuyen a Hipócrates (Primum non nocere)3.
Ciertamente no siempre ha sido así. Más de una vez se ha conculcado este principio y se han realizado diversos experimentos en grupos humanos que o no tenían suficiente información al respecto o no podían negarse a ello. Maintland inoculó la viruela a 6 prisioneros a cambio de su libertad (1712)4 y Cotton Mather la inoculó a dos de sus esclavos5. Se probaron antídotos de la cicuta (1761) en presos y Lind administró agua de mar o vinagre como tratamiento experimental del escorbuto (1747)6–8. Hernández en 1812 inoculó pus blenorrágico a 17 forzados del presidio de Toulon, consiguiendo diferenciar plenamente la gonococia de la sífilis, cosa que se ponía en duda desde que John Hunter se autoinoculó experimentalmente ambas enfermedades en 17679,10. En referencia a la sífilis, no podemos dejar de recordar que Wallace para demostrar su transmisibilidad la inoculó a sujetos sanos11,12 y que Auzias-Tourenne ideó la sifilización13 (inoculación de material sifilítico a sifilíticos para intentar curar su mal) y sifilizó a la fuerza a las prostitutas de la cárcel de St. Lazare14. Este método fue practicado por célebres dermatólogos como Gibert, Sperino15 Hebra, Sigmund16 y Boeck17,18. Este último incluso probó a tratar la lepra por sifilización (1862)19,20. Pocos años antes, en 1803, Thomas Percival había escrito el Medical Ethics, que se considera el primer libro de ética médica. En él proponía que cuando un médico intentara probar un nuevo medicamento, debía pedir la opinión de otros colegas.
Las reglamentaciones alemanas del primer tercio del siglo xxLa investigación biomédica en Alemania entre 1900 y 1930 era considerada como la más avanzada del momento, no sólo en relación con los avances en distintos campos, sino también en relación con las normas y reglamentos éticos y legales de protección de los sujetos de investigación. De hecho, el Gobierno del Reich Prusiano promulgó, en 1900, una serie de normas éticas relativas a la experimentación en humanos con nuevas herramientas terapéuticas denominado Código ético de Berlín (Normas Prusianas). Probablemente estas disposiciones fueron tomadas tras el escándalo del denominado «caso Neisser», que había reconocido públicamente (1898) haber inoculado suero de sifilíticos a prostitutas con la excusa de estudiar la evolución de la lúes, provocando el contagio de la enfermedad a consecuencia del experimento21. Por cierto, que no era la primera vez que Albert Neisser daba pruebas de su más que dudosa moralidad. Tras sustraer algunas preparaciones histológicas a Hansen, y teñirlas adecuadamente, Neisser intentó atribuirse el descubrimiento del bacilo causante de la lepra e intentó desacreditar a Hansen, su legítimo descubridor22,23.
La falta de ética fue bastante habitual entre los investigadores de finales del siglo xix y primer tercio del siglo xx, más preocupados por sus éxitos científicos que por la moralidad de sus trabajos. Citaremos algunos ejemplos:
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1880. Hansen, obsesionado con cultivar el bacilo de la lepra, inoculó material patológico en el ojo de una mujer. No consiguió su objetivo, pero la paciente tuvo trastornos de visión y lo denunció, lo que le costó su cargo en el hospital.
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1897. El bacteriólogo Sanarelli identificó el Bacillus icteroides como agente causal de la fiebre amarilla en Brasil y Uruguay. Para demostrarlo, inyectó material de cultivo a cinco pacientes sin su consentimiento. Tres de ellos fallecieron.
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1900. Walter Reed en Cuba utilizó a 22 trabajadores inmigrantes españoles para probar que la fiebre amarilla se contrae a través de picaduras de mosquito.
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1906. Richard Strong de Harvard infectó con el cólera a presos en Filipinas para estudiar la enfermedad. Murieron 13 de ellos. Se compensó a los supervivientes con cigarros. Durante los juicios de Nüremberg, los médicos nazis citaron este estudio para justificar sus propios experimentos médicos.
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1913. En Pensilvania se inoculó la sífilis a 146 niños en diversos hospitales.
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1915. Joseph Goldberger, bajo supervisión de la Oficina de Salud Pública de Estados Unidos, causó la pelagra a 12 internos para investigar su posible tratamiento24.
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1919-1922. Experimentos de trasplante testicular en presos de San Quintín (California). Se insertan testículos de cabrito y de presos recién ejecutados en el abdomen o en el escroto de presos vivos.
Años después del Código ético de Berlín de 1900, el Ministerio del Interior del Reich dictó unas «Directrices para nuevas terapias y experimentación en humanos» (1931) que recogían la doctrina legal del consentimiento informado, prohibiéndose la experimentación con moribundos y con necesitados económicos o sociales, respetar la proporcionalidad riesgo/beneficio y la necesidad de la experimentación previa en animales.
Los experimentos médicos del III ReichComo se desarrolla en un artículo en este mismo número62, la llegada al poder del Partido Nacionalsocialista de Adolf Hitler (NSDAP) en 1933 produjo una ruptura con este tipo de disposiciones, invirtiendo completamente los principios básicos del respeto a los sujetos participantes en investigaciones médicas. Hitler, siguiendo las promesas electorales que le elevaron al poder, puso en marcha una política racista en defensa de una «raza superior» en la que se vieron implicados un gran número de profesionales sanitarios. Entre las primeras de estas leyes se encontraba la Ley para la prevención de las enfermedades hereditarias de la descendencia (Gesetz zur Verhütung Erkrankung Nachwuchses), más conocida como «Acta de esterilización», promulgada en 1933. Esta normativa permitía, a instancias de un tribunal compuesto por dos médicos y un juez, la esterilización obligatoria de sujetos (Erbgesundheitsgesetz) diagnosticados de debilidad mental congénita, esquizofrenia, psicosis maníaco-depresiva, epilepsia hereditaria, corea de Huntington, ceguera y sordera congénitas, pronunciadas malformaciones corporales de carácter hereditario, alcoholismo crónico grave, etc. Esta ley fue aplicada junto con el Acta contra criminales peligrosos (Gesetz Gegen Gefährliche Gewohnheits Verbrecher), que tenía el mismo fin y utilizaba los mismos medios. Las esterilizaciones comenzaron en 1934 y, en la práctica, terminaron con el comienzo de la II Guerra Mundial, con un saldo final de casi 400.000 personas esterilizadas (0,5% de la población total).
El propósito final de éstas y otras leyes (la Ley de protección de la salud hereditaria del pueblo alemán y la Ley de salud marital, más conocidas como Leyes de Nüremberg) era eliminar a una generación completa de sujetos con deficiencias genéticas a fin de «depurar» el banco de genes y mejorar la «raza aria»25. Los beneficios que se obtendrían con la aplicación de las leyes basadas en planteamientos eugenésicos fueron ampliamente difundidos en contundentes campañas publicitarias por la eficiente maquinaria de propaganda del III Reich26.
Los experimentos médicos que se realizaron masivamente en los campos de concentración estaban orientados en tres direcciones: 1) investigaciones dirigidas a mejorar la supervivencia del ejército alemán frente a agentes bélicos (gases, bombas incendiarias, radiaciones) o a condiciones metereológicas adversas (frío, altura); 2) experimentación de nuevos fármacos o técnicas quirúrgicas y 3) demostración de las teorías nacionalsocialistas de superioridad racial (antisemitismo, eugenesia). De todos modos, se realizaron otros experimentos sin sentido alguno con el único fin de provocar sufrimiento o exterminio. Algunos ejemplos de experimentos realizados en esta época:
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Investigación de tratamientos médicos de heridas de guerra. Se ocasionaban heridas en las que se introducía virutas y cristales, sobreinfectándolas con Streptococcus sp., Clostridium perfringens o Clostridium tetani y se trataban con sulfamidas para comprobar su eficacia (Ravensbrück, 1942-1943); se causaban heridas con gas mostaza (Sachsenhausen y Natzweiler, 1939-1945) o con fósforo para estudiar su evolución (Buchenwald, 1943-1944).
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Estudios de sobrevivencia. Se calculaba cuántos días se podía resistir bebiendo sólo agua de mar (Dachau, 1944); congelación (Dachau y de Auschwitz, 1941); simulación de condiciones de altitud en cámaras de baja presión (Dachau, 1942).
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Eficacia de venenos orales y balas envenenadas (Buchenwald, 1943-1944).
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Inoculación de enfermedades transmisibles: fiebre amarilla, viruela, tifus, paratifus A y B, cólera y difteria (Buchenwald y Natzweiler, 1941-1944)27.
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Esterilización mediante rayos X, castración quirúrgica o inyección de diversas sustancias como formol o nitrato de plata en las trompas. (Auschwitz y Ravensbrück, 1941-1945). Muchos fueron irradiados sin darse cuenta, mientras rellenaban formularios.
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Experimentos en niños gemelos. Diseñados por el médico nazi Josef Mengele para mostrar las similitudes y diferencias en la genética y eugenesia de los gemelos, así como para ver si el cuerpo humano puede ser manipulado de forma antinatural28. Se realizaron experimentos sobre más de 1.500 pares de gemelos presos, de los cuales menos de 200 individuos sobrevivieron tras los estudios. Algunos eran tan absurdos como inyectar diferentes sustancias en los ojos de los gemelos para ver si podían cambiar los colores hasta literalmente coser a unos gemelos juntos para intentar crear siameses29.
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Programa para la eutanasia, Gnadentod («muerte caritativa»), que dio paso al exterminio sistemático con cámaras de gas de pacientes psiquiátricos. Posteriormente este método fue aplicado para intentar el genocidio de judíos, gitanos y otras etnias.
Terminada la II Guerra Mundial, los excesos del periodo nazi motivaron la redacción del Código de Nüremberg (Normas éticas acerca de la experimentación en seres humanos, 1947) en el que se intentaba conciliar la investigación médica y la ética. Sus autores fueron los médicos Leo Alexander y Andrew Ivy, que se basaron en los criterios usados para la condena de 24 médicos nazis en el Juicio de Nüremberg (1945-1946)30. Los estudios realizados por esos médicos eran tan crueles que serían considerados como crímenes de la humanidad. Una de las acusaciones que se les hizo en el llamado «Juicio de los Médicos» fue la de haber formado parte en «experimentos médicos sin el consentimiento de los sujetos»31.
En el Código de Nüremberg se insistía en el consentimiento informado y voluntario de las personas sometidas al experimento (sin ningún tipo de coerción), la necesidad de evitar todo sufrimiento físico y mental innecesario, y la evidencia de que el experimento sea necesario y que conllevará un beneficio para toda la sociedad.
Investigaciones no éticas en otros lugares y circunstanciasLos experimentos éticamente reprobables no han sido una exclusiva de la Alemania nazi. Lamentablemente en otros países se siguieron produciendo, a pesar de las normativas internacionales, lo que pone de manifiesto las tensiones entre la necesidad de la «evidencia» y los procedimientos usados para obtenerla.
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1931. El Dr. Cornelius Rhoads, patólogo de Instituto Rockefeller para la investigación médica, infecta con células de cáncer a sujetos en Puerto Rico. Trece de ellos mueren.
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1931-1933. En el Hospital estatal de Elgin, en Illinois, se inyecta radio-266 a los pacientes mentales como terapia experimental para la enfermedad mental.
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1941. El Dr. W. C. Black infecta a un bebé de 12 meses con herpes como parte de un experimento médico.
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1944. Médicos militares de EE. UU. infectan a 400 internos de la prisión de Chicago con malaria para estudiar la enfermedad y desarrollar un tratamiento. Al año siguiente, se infecta a 800 presos en Atlanta con malaria para estudiar la enfermedad.
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1944. En las Universidades de Minnesota y Chicago inyectan fósforo-32 en sujetos para estudiar el metabolismo de la hemoglobina.
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1944-1945. Proyecto Manhattan para la creación de la bomba atómica. Se inyecta plutonio en soldados (Oak Ridge) y en pacientes (Billing's Hospital, Universidad de Chicago).
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1944-1945. Shiro Ishii, médico japonés, realiza diversos experimentos en prisioneros, comprobando su resistencia al botulismo, ántrax, brucelosis, cólera, disentería, fiebre hemorrágica, a los rayos X y al congelamiento. El estudio incluyó varias vivisecciones32.
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1945-1949. En la Universidad de Vandelbilt (Tenessee) se inyecta hierro radiactivo (dosis 30 veces superiores a las inocuas) en mujeres pobres embarazadas.
A la vista de todos estos experimentos, la Iglesia Católica, por boca del propio pontífice, decidió pronunciarse y definir su visión de la moral en lo que se refiere a investigación médica33. En 1952, en un discurso a los asistentes al I Congreso Internacional de Histopatología del Sistema Nervioso, Pío XII definió tres criterios al respecto:
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El investigador no puede abdicar de su responsabilidad ética.
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Los intereses de la ciencia y de la sociedad, del investigador y del propio sujeto no tienen valor absoluto, sino que han de someterse a normas morales superiores.
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La ética debe constituir un límite a la ciencia para encauzarla y humanizarla.
Posteriormente con el Concilio Vaticano II, especialmente en su constitución pastoral Gaudium et Spes, la Iglesia ha seguido defendiendo doctrinas en esta línea34.
La declaración de HelsinkiEl Código de Nüremberg no tuvo aceptación general sobre los aspectos éticos de la investigación humana, por lo que se constituyó la Asociación Médica Mundial (Londres, 1946). En su primera asamblea general (París, 1947) se aprobaron un conjunto de resoluciones condenatorias de la conducta adoptada por los médicos en Alemania desde 1933. En 1954, la Asociación adoptó en su 8ª asamblea general la Resolución sobre experimentación humana: principios para experimentación e investigación, que daría lugar, a la Declaración de Helsinki en 1964. La Declaración de Helsinki pasó a ser entonces la norma internacional sobre ética de la investigación biomédica recogiendo el espíritu del Código de Nüremberg perfeccionándolo.
El principio básico es el respeto por el individuo (Art. 8), su derecho a la autodeterminación y el derecho a tomar decisiones informadas (consentimiento informado) (Art. 20, 21 y 22) incluyendo la participación en la investigación, tanto al inicio como durante el curso de la investigación. El deber del investigador es solamente hacia el paciente (Art. 2, 3 y 10) o el voluntario (Art. 16 y 18), y mientras exista necesidad de llevar a cabo una investigación (Art. 6), el bienestar del sujeto debe estar siempre por encima de los intereses científicos o sociales (Art. 5) y las consideraciones éticas deben tomarse de acuerdo a las leyes y regulaciones (Art. 9)35.
La Declaración ha sufrido desde entonces diversos retoques (Tokio, 1975; Venecia, 1983; Hong Kong, 1989; Edimburgo, 2000) y se ha convertido en una referencia internacional en ética de la investigación. La introducción de la revisión de las investigaciones por comités de ética (1975), así como la regulación del uso de placebos (1996) y las garantías de continuidad de tratamiento (2000), marcaron puntos relevantes de esta norma internacional que tuvo un amplio impacto en las normativas de distintos países y en otras normas internacionales tales como las Guías CIOMS.
El artículo-denuncia de BeecherEn 1966, Henry K. Beecher, un anestesista y profesor de la Facultad de Medicina de Harvard, en un demoledor artículo del New England Medical Journal, denunció 50 investigaciones en marcha en EE. UU. que no cumplían los criterios éticos aceptados como válidos en aquel momento36. En el mismo artículo, señalaba que Pappworth en Inglaterra recogió 500 artículos realizados en experimentación no ética. De los ensayos comentados destacaremos:
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1956-1971. Estudio de la hepatitis en Willowbrook State School, Staten Island. Con el fin de estudiar su etiología y epidemiología, se causó una infección deliberada con el virus de la hepatitis en una institución de niños mentalmente discapacitados, con el razonamiento de que los que ingresaron antes se infectaron espontáneamente37,38.
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1963. Chester M. Southam, que inyectó células de cáncer vivas en internos de la Prisión Estatal de Ohio, llevó a cabo el mismo experimento con 22 pacientes ancianas afroamericanas en el Brooklyn Jewish Chronic Disease Hospital para estudiar la respuesta de su sistema inmunológico. Southam le dijo a sus pacientes que estaban recibiendo «algunas células», pero obvió el hecho de que fueran cancerosas. Southam justificó el no haber recibido consentimiento por escrito alegando no querer alarmar a sus pacientes. Se le prohibió el ejercicio de la profesión, aunque paradójicamente se le nombró presidente de la Sociedad Americana del Cáncer.
Pero tal vez lo que mayor inquietud creó fue el llamado Estudio Tuskegee sobre sífilis no tratada en varones negros, un estudio clínico llevado a cabo entre 1932 y 1972 en Tuskegee, Alabama (Estados Unidos), por los servicios públicos de salud americanos. En él, 399 aparceros negros, en su mayoría analfabetos, fueron estudiados para observar la progresión natural de la sífilis si no era tratada.
Este experimento generó mucha controversia y provocó cambios en la protección legal de los pacientes en los estudios clínicos. Los sujetos utilizados en este experimento no dieron su consentimiento informado, no fueron informados de su diagnóstico y fueron engañados al decirles que tenían «mala sangre» y que podrían recibir tratamiento médico gratuito, transporte gratuito a la clínica, comidas y un seguro de entierro en caso de fallecimiento si participaban en el estudio.
En 1932, cuando empezó el estudio, los tratamientos para la sífilis eran tóxicos, peligrosos y de efectividad cuestionable (Salvarsan, bismuto y pomadas mercuriales). Parte de la intención del estudio era determinar si los beneficios del tratamiento compensaban su toxicidad y reconocer las diferentes etapas de la enfermedad para desarrollar tratamientos adecuados a cada una de ellas. Los doctores reclutaron a 399 hombres negros, supuestamente infectados con sífilis, para estudiar el progreso de la enfermedad durante los 40 años siguientes. Un grupo control de 201 hombres sanos fue también estudiado para establecer comparaciones.
En 1943, se introdujo la penicilina para el tratamiento de la enfermedad39. Era un tratamiento seguro que se generalizó a partir de 1948, pero inexplicablemente el estudio de Tuskegee continuó hasta 1972. Los responsables del experimento no sólo ocultaron la información sobre la penicilina para continuar estudiando cómo la enfermedad se diseminaba y acababa provocando la muerte, sino que llegaron a advertir a los sujetos para que evitaran el tratamiento con penicilina, que ya estaba siendo utilizada con otros enfermos del lugar. El estudio Tuskegee no era un experimento secreto y sus resultados se publicaron en diversas ocasiones en la prensa médica40–43. En 1972 finalizó el experimento, tras ser denunciado en la prensa diaria44. De los 399 participantes, habían muerto 28 de sífilis y otros 100 de complicaciones médicas relacionadas. Además, 40 mujeres de los sujetos resultaron infectadas y 19 niños contrajeron la enfermedad al nacer45. Un grupo de expertos publicó un informe final sobre el Estudio Tuskegee sobre la sífilis, donde se decía que «la sociedad no puede permitir que la comunidad científica siga decidiendo en el debate entre derechos individuales y progreso científico». Años después, el presidente Clinton pidió disculpas públicamente por el experimento de Tuskegee (1997)46.
BioéticaLa palabra «bioética» fue acuñada en 1970 por V. R. Potter47 para aludir a los problemas que el desarrollo de la tecnología plantea a un mundo en plena crisis de valores. Se puede definir como «el estudio sistemático de la conducta humana en el área de las ciencias de la vida y del cuidado sanitario, en cuanto que tal conducta se examina a la luz de los valores y de los principios morales»48. Actualmente puede observarse una fisura entre la Ciencia y la Tecnología de una parte y las Humanidades de otra. Esta ruptura tiene su origen en el enorme desarrollo tecnológico actual que otorga al hombre el poder de manipular la intimidad del ser humano y alterar el medio, y la ausencia de un aumento proporcional de su responsabilidad por la que habría de obligarse a sí mismo a orientar este nuevo poder en beneficio del propio hombre y de su entorno natural49.
La bioética surge por tanto como un intento de establecer un puente entre ciencia experimental y humanidades50. De ella se espera una formulación de principios que permita afrontar con responsabilidad las posibilidades enormes, impensables hace sólo unos años, que hoy nos ofrece la tecnología. La bioética, una disciplina en pleno desarrollo, contempla no sólo las normas deontológicas en la práctica médica, sino también las normas éticas que deben presidir la práctica de experimentos con seres humanos51.
Informe BelmontTras el escándalo del Experimento Tuskegee y basado en el trabajo de la Comisión Nacional para la Protección de los Sujetos Humanos ante la Investigación Biomédica y de Comportamiento (1974-1978), el Departamento de Salud, Educación y Bienestar de los Estados Unidos revisó y amplió las regulaciones para proteger a los sujetos humanos a fines de la década de los setenta y principios de los ochenta. En 1978, la Comisión publicó el documento Principios éticos y pautas para la protección de los seres humanos en la investigación. Fue llamado Informe Belmont, por el Centro de Conferencias Belmont, donde la Comisión Nacional se reunió para delinear el primer informe.
El Informe Belmont explica y unifica los principios éticos básicos de diferentes informes de la Comisión Nacional y las regulaciones que incorporan sus recomendaciones. Los tres principios éticos fundamentales para usar sujetos humanos en la investigación son:
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Respeto: proteger la autonomía de todas las personas, teniendo en cuenta el consentimiento informado.
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Beneficencia: maximizar los beneficios científicos minimizando los riesgos de los sujetos de la investigación.
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Justicia: procedimientos razonables, no explotadores y asegurar su correcta administración.
Hoy, el informe Belmont continúa siendo una referencia esencial para que los investigadores y grupos que trabajan con sujetos humanos en investigación se aseguren de que los proyectos cumplen con las regulaciones éticas.
Las Guías CIOMSEn 1982, el Consejo de Organizaciones Internacionales de las Ciencias Médicas (CIOMS) colaborando con la Organización Mundial de la Salud (OMS) publicó el documento Propuesta de pautas internacionales para la investigación biomédica en seres humanos. El objetivo principal de esas pautas era el establecer guías para la aplicación en países en desarrollo de los principios que habían inspirado el Código de Nüremberg, la Declaración de Helsinki y, sobre todo, el Informe Belmont. Las pautas consideraban especialmente la situación cultural y socioeconómica en esos países, intentando regular la posible utilización de seres humanos con finalidad experimental, sobre todo en cuanto a ensayos a gran escala de vacunas y medicamentos, en especial para el sida. Las pautas CIOMS, en número de 15 han sido actualizadas en varias ocasiones.
ConclusionesLa práctica de la investigación médica no siempre ha respetado las normas éticas deseables. La costumbre de la autoinoculación de enfermedades de algunos científicos (como la inoculación de pus blenorrágico de John Hunter52, la verruga peruana que se inoculó el estudiante Carrión53, las de hongos de Köbner o Strube54, etc.) pronto derivaron en la búsqueda de «cobayas humanos» y fue la población vencida (presos, prisioneros de guerra, campos de concentración); alienada (enfermos psiquiátricos, hospitalizados crónicos) o los grupos marginados (prostitutas, vagabundos, grupos étnicos víctimas de racismo) los más asequibles para realizar todo tipo de experimentos.
Tales prácticas no fueron exclusivas del régimen nazi (aunque ciertamente en los campos de concentración fueron masivas), sino que se han practicado (y se siguen practicando) en muchos lugares y circunstancias. África, por ejemplo, se ha convertido en un continente donde se prueban diversos fármacos al margen de las normas internacionales. En 1996, una multinacional farmacéutica administró trovafloxacino, un antibiótico que todavía estaba en curso de investigación a niños de Kano (Nigeria). Once de ellos murieron y se produjeron docenas de trastornos graves (sordera, ceguera, artritis, hepatotoxicidad)55,56. También las guerras siguen siendo aprovechadas para la experimentación humana. Los soldados de la Guerra de Irak fueron inoculados con Mycoplasma incognitus y sometidos a diversos agentes químicos, radiaciones y drogas que han dejado secuelas en 100.000 americanos y 6.000 británicos (cansancio, alteraciones neurológicas, pérdida de memoria, malformaciones de sus hijos…)57–59. También ha habido sospechas y denuncias de posibles experimentos médicos en Guantánamo60, Cuba, Israel61 y varios países del Tercer Mundo.
Ni siquiera algunas grandes figuras de la medicina se vieron libres de esta execrable práctica. En el manuscrito de Cuerda et al62 que sirvió de punto de partida para este artículo de opinión se plantea el hecho de que cotidianamente recordamos con su nombre algunos epónimos médicos de personajes cuyo comportamiento moral ha sido a veces claramente reprobable.
Sin embargo, no estoy seguro de que sus nombres deban ser olvidados. Por muy abyecta que haya sido su trayectoria han realizado ciertas aportaciones útiles que con razón o sin ella se han incorporado ya al lenguaje médico. No creo que a estas alturas tengamos que cuestionar el nombre de Neisseriae gonorrheae por muy poco ética que fuera la conducta de Albert Neisser. Por otra parte, esto sucede poco más o menos con todos los personajes de la Historia. Julio César o Hernán Cortés no siempre se comportaron éticamente, pero a nadie se le ocurre olvidar sus nombres ni su obra en una damnatio memoriae sin sentido.
Otra cosa es que tal vez sea útil conocer y divulgar el lado oscuro de estos personajes. Para no imitarlos en eso, sobre todo. Para evitar mitificar a unos personajes que tal vez se interesaran por la Medicina, pero que demostraron un profundo desprecio por la Humanidad y sus derechos fundamentales. También para recordar que a veces, el ansia desmesurada de la gloria profesional puede hacernos olvidar la honestidad o humildad intelectual que evita los prejuicios nacidos del amor propio, el egoísmo y la prepotencia, permitiendo en cambio la rectitud de espíritu y la búsqueda de lo que es mejor para el ser humano. Al fin y al cabo, nuestro deber más sagrado es compartir y gozar la vida con nuestros semejantes.